De cine

La ballena y su océano

La ballena y su océano

La ballena y su océano

Acudí con grandes reservas a ver La ballena. Brendan Fraser era un intérprete de enorme éxito en mi juventud y se me atragantaba con cierta frecuencia. Fueron los años locos de George de la jungla y La momia y mi espíritu cinéfilo, por aquel entonces en pleno despegue, no soportaba su cuerpo de mármol y sus ojos siempre al borde del precipicio. Puede que fuese demasiado injusto con él, pero lo cierto es que su nombre quedó marcado en mi lista negra de actores y nunca lo tomé en serio.

Todos estos antecedentes penales no tardaron en disiparse con los primeros minutos de La ballena. Lo escribí la semana pasada aún bajo los efectos de la película, y me reafirmo ahora que he tomado la distancia necesaria para no dejarme llevar por las primeras impresiones. Brendan Fraser está enorme dando vida y agonía a ese profesor de literatura monstruoso. Es cierto que los maquilladores y peluqueros han levantado a una criatura mórbida de 250 kilos, pero bajo la superficie del monstruo existe una voz y una mirada heridas de muerte y esto se debe, sobre todo, a la interpretación de nuestro hombre.

El personaje de Fraser me ha hecho volver la vista atrás. Viví durante unos años en un pequeño pueblo del estado de Indiana, y me cruzaba diariamente con ‘ballenas’ similares a la mostrada en la película. Era terrorífico verlos en el supermercado portando una montaña de sodas en el carrito de la compra, o encontrarlos en la oficina a primera hora de la mañana devorando alguna hamburguesa o un helado del McDonalds mientras se entrometían en el Facebook de medio condado.

Lo más sobrecogedor no eran sus cuerpos elefantiásicos al que, tarde o temprano, uno se terminaba acostumbrando. Era más espeluznante si cabe aquella soledad que iba con ellos a todas partes como si se tratase de uno de esos andadores sin los que no podían dar un paso.

Y es aquí, en estas profundidades del alma humana, donde Brendan Fraser se agiganta a medida que avanza en su propio abandono. Duele especialmente contemplarlo bajo los ataques de esa gula despiadada, engullendo todo tipo de alimentos infectos, y advertir que tras esa tormenta sebácea queda un hombre desamparado, enfermo de afecto y de silencio, uno de tantos náufragos que se ahogan en el corazón de Estados Unidos.

La película no va mucho más allá de su actor protagonista. De nuevo, esto lleva camino de convertirse en una pandemia, hemos de mencionar la pésima iluminación. Los defensores de Aronofsky dirán que se trata de una metáfora del fondo marino, pero lo cierto es que no se termina de ver nada en esa casa de los horrores y se complica mucho el seguimiento de la trama.

También llama la atención el formato 4:3 elegido, la mítica proporción con la que arrancó el cine, y que nos da una idea, supongo, de estar encerrados en una suerte de pecera. Para mí, lejos de aumentar el tono dramático, estas dimensiones me sacan de escena, y no es hasta bien avanzado el metraje cuando puedo sentirme dentro de ella.

Pero el principal problema de La ballena es su inexplicable tendencia hacia la teatralidad. Por algún motivo desconocido Hunter desde el guion y Aronofsky desde la dirección convierten esa tragedia tan desoladora del comienzo en una performance de una hondura ridícula. Todo este patetismo parte, en gran medida, del elenco de estúpidos personajes que crecen alrededor de su protagonista. A excepción de la enfermera, cómo lo cuida y cómo lo quiere, todos están forzados en espíritu y contenido.

Si en algo estoy de acuerdo con los Oscar de este año es con los premios concedidos a Brendan Fraser y al equipo de maquillaje y peluquería de La ballena. Creo que se trata de uno de los pocos destellos que ha mostrado el cine de los últimos tiempos. El resto no deja de ser una oportunidad perdida, un disparate incomprensible.

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