LIMÓN&vinagre

Lo que pudo haber sido

Irene Montero

Josep Cuní

Si tratas de ocultar un fantasma, lo haces más grande». La tercera temporada de Borgen recupera este refrán groenlandés para insistir en la necesidad de hacer frente a los problemas si no se quiere que arrollen a quien aplica una política desdeñosa a causa de un discurso de repente incómodo.

Situémonos. Han pasado 10 años del inicio de todo y Brigitte Nyborg, ex primera ministra, es nombrada titular de Asuntos Exteriores de un Gobierno de coalición. Ella representa al socio minoritario.

Llegan a Copenhague noticias de Groenlandia. Han descubierto un potencial petrolero en la isla que amenaza el medio ambiente, ataca la línea de flotación del compromiso de lucha contra el cambio climático del Ejecutivo danés y convierte aquel territorio en centro geoestratégico por el que pugnan China, Rusia y Estados Unidos. Además, el deseo de los autóctonos de utilizar la nueva riqueza natural como llave de paso a su independencia.

Cuando se estrenó en España, la serie se convirtió en referencia política. Inspiró análisis y se jugó a las comparaciones. Poco que ver por muchas razones. Excepto, quizá, la referencia de la que se sirve Shakespeare en Hamlet para denunciar que algo huele a podrido en Dinamarca. Sentencia universalizada porque en todas partes la cosa pública cuece habas.

Años después, reconoceríamos como propias las dificultades constantes de un de coalición expuestas en Borgen aunque sin tantas sutilezas y con mayores desvergüenzas. Se ha demostrado esta semana. La toma en consideración de la revisión de la divisiva ley del solo sí es sí en el Congreso ha subido el tono del desencuentro hasta un punto sonrojante para casi todos excepto, al parecer, para quienes más deberían sentirse avergonzados. Que sucediera la víspera del emblemático 8M lo enfatizó aunque hoy ya no lo parezca. Les urge pasar página.

En cualquier país de orgullo y tradición democráticos, cuando un ministro/a presencia como el Parlamento le revisa una ley a causa de sus efectos indeseados provocadores de alarma social, hace pública su dimisión. Por doloroso que sea y por muy convencido/a de sus valores ya orillados, entiende que la mayoría representante de la ciudadanía le ha dado la espalda. Peor aún si sucede de la mano de quien debería protegerle y que le abandonó en su escaño. Devolvería así la pelota al presidente quien, vistos los antecedentes, tendría difícil aceptarla porque ello supondría obviar que el texto legal fue avalado por él mismo y todo su Consejo de Ministros y aprobado por la misma fracción del Ejecutivo que ahora lo revisa. Sería sinuoso, sí, cínico incluso, pero escrupulosamente democrático.

A Irene María Montero Gil (Madrid, 13 de febrero de 1988) la cartera de Igualdad, su contundencia asamblearia y su inasequible resistencia al desaliento la han puesto en el centro de la diana. A las críticas partidistas se han añadido las vergonzosas descalificaciones personales ante las que los suyos han cerrado filas. Y la han convertido en la heroína necesaria para adelantar su estrategia a lo que ya apuntan los sondeos y que su formación asume casi como indefectible: un próximo Gobierno de derechas. Borgen de nuevo: «Tal vez mañana estemos en minoría. Ha terminado el juego limpio». Si alguna vez existió.

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