Las fuerzas del mal

Ofensa

Enrique Olcina

Enrique Olcina

Les escribo esto mientras intento abrir un poema que tengo en un verso atascado, que el poema no es la mayor de mis preocupaciones, pero sí la más agradable. Ando con el corazón en suspenso porque me he metido en un zarzal del que no quiero salir, o al menos no quiero salir como siempre, pero me veo tatuándome un nombre y preguntando a extraños, porque no me va a quedar otra.

Dicho lo cual, el otro día descubrí que los alumnos a los que enseño rugby habían preguntado a otro adulto si yo era maricón. Así, de corrido y sin ofensa ninguna. Lo que hice fue explicarles que esa palabra no era de recibo. Les animé a que si tenían alguna duda sobre lo mío que me lo preguntaran a mí y que cuando fueran a inquirir sobre una persona que se dirigieran directamente a ella intentando ser lo más respetuosos posible y si la curiosidad era legítima. Y que siendo menores de trece años, si entraban en un espacio como Instagram, que fue donde me vieron, al que tenían prohibida la entrada por edad, se iban a encontrar con contenido que no era adecuado para ellos.

«Eres maricón», podrán argumentar algunos «porque los niños y los borrachos sólo dicen la verdad». Estoy con Sergio del Molino en que creer eso es síntoma de una sociedad bronca, que confunde grosería con inteligencia y honestidad. Mientras que es cierto que el insulto en el debate, usado con inteligencia, puede ser efectivo, hay quien se cree inteligente saltándose a la pata la llana cualquiera de las nuevas convenciones, esas que llaman corrección política, para ofender. «Yo es que soy así y digo las cosas como son», es la excusa más ciega de quien, en el camino del insulto, no ve que las cosas no son así precisamente.

Le ha pasado, en cierta manera, a Ángela Rodríguez Pam, secretaria de Estado, con el vídeo que puso y luego quitó de redes sociales sobre la madre de Abascal y el aborto. Ella habla de teatralización en la manera de reaccionar a ese vídeo, sin disculparse tampoco por ello. Victoria Rosell la ha justificado diciendo que ese cántico es casi una tradición en las manifestaciones feministas. Bueno, también está el toro de la Vega y los casetes de chistes de Arévalo de mariquitas, y aquí estamos. A los representantes públicos se les exige decoro.

Sin embargo, lo curioso de todo esto es que quien eso exige es quien se lo ha saltado de todas las maneras posibles ofendiendo no sólo al interlocutor sino a nuestra inteligencia. Si se aplicaran a ellos mismos la regla de dimisión que con tanta vehemencia exigen, su lista en el Congreso habría corrido varios puestos. Así que un poco de teatro sí que ha habido también en ese rasgamiento de vestiduras mientras se acogen a lo sagrado de la misma corrección política que dicen que es inútil cuando la patean.

Y ya tengo el verso:

«Me acojo al sagrado del templo

que en una noche construimos

a besos.

Sigo con el poema, si no les importa.

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