Marshall McLuhan fue un sociólogo y teórico de la comunicación canadiense del siglo pasado profusamente citado por los culturetas e intelectuales de mi época. McLuhan inventó el concepto de ‘aldea global’ para referirse a una civilización planetaria que habría roto los límites geográficos y la división política entre nacionalidades separadas gracias a los medios de comunicación de masas. En concreto hablaba de una Galaxia Gutenberg que habría surgido gracias a la imprenta y una Constelación Marconi impulsada por la radio, el primer medio de comunicación de masas basado en la electrónica. El acierto con su profecía de una ‘aldea global’ planetaria se hace más evidente cada día con las extensión del alcance de las redes sociales, cuyos usuarios se cuentan por miles de millones, así como el acceso a un resorvorio común de información que nos permite obtener de forma a veces inconsciente y a la velocidad de luz a piezas de conocimiento cuyo ubicación física puede estar en servidores separados por miles de kilómetros.
Sin duda McLuhan fue un visionario adelantado a su tiempo. No creo que ni en sus mejores sueños hubiera imaginado un mundo en el que los preadolescentes brasileños se deleitaran viendo a campesinos chinos cocinar en sus woks a cielo abierto en los adictivos clips de vídeo del feed de TikTok. Internet, que solo se desarrolló totalmente hace un par de décadas, nos sorprende cada día con sus múltiples encarnaciones en forma de apps y plataformas de todo tipo. El poder transformador de estos inventos, con los ubicuos teléfonos móviles como caballo de Troya, ha socavado los cimientos de industrias enteras, como la de los propios medios de comunicación convencionales a los que se refería el bueno de Marshall, por no hablar de los estratosféricos beneficios que genera cada día este ecosistema planetario a conglomerados mastodónticos de reciente creación como Google o Faceobook.
Simultánea y paralelamente a la interconexión de los ciudadanos por internet (aún falta por superar del todo la barrera idiomática, pero eso está cada día más cerca con la Inteligencia Artificial), el comercio global, ayudado por la internacionalización de las cadenas de suministro, ha vivido un auténtico big bang en las décadas recientes. Cuando Gran Bretaña estaba aún integrada en la Unión Europea, había componentes que cruzaban hasta seis veces las fronteras nacionales para completar un producto acabado listo para ser vendido en una país, también diferente a los de su producción distribuida. El fenómeno de la globalización del comercio permitió cumplir antes de tiempo los objetivos establecidos por Naciones Unidas para el milenio, gracias a que cientos de millones de ciudadanos chinos, trabajando por sueldos miserables en factorías de ensamblaje de productos occidentales, salieron de la pobreza para incorporarse de lleno a las clases medias que conforman el núcleo vital de las sociedades desarrolladas.
Es verdad que esta mundialización de la economía a través de la gran factoría china está en cuestión por las tensiones geopolíticas recientes, pero es evidente que no hay vuelta atrás en la globalización de la producción y el comercio. Vietnam, India o México sustituirán a China como maquiladoras para las empresas occidentales, pero un mercado chino maduro será a su vez una locomotora que tire de los innumerables países del Sur global a los que China seduce con sus inversiones en infraestructuras y su voracidad por el consumo de productos agrícolas y ganaderos, así como la explotación de sus reservas minerales.
No menos importante es la tercera pata del modelo de mundialización, originado por los viajes de cientos millones de turistas que se mueven de su país a otros en una especie de juego de sillas musicales que sorprendería a cualquier extraterrestre que lo contemplara desde fuera de nuestro planeta. ¿Qué hace tanto chino o japonés visitando Europa cuando la mayor parte de ellos aún o conoce ni una pequeña parte de los atractivos de su propio país? Ese trasiego de turistas, buscando experiencias distintas, y no necesariamente mejores de las que hubieran gozado sin moverse de su ciudad o su país respectivo, se alimenta de fenómenos tan peculiares como los viajes low cost (que tienen su origen en los algoritmos para la optimización dinámica de la ocupación de las plazas) o la irrupción de plataformas como Airbnb, que han generado de golpe y de forma inesperada millones de plazas hoteleras privadas a partir de la aparentemente estúpida idea de alquilar el sofá de tu casa a un viajero eventual. De esos humildes orígenes hemos pasado a una oferta de alquiler turístico que solo en la almendra de Madrid supera la capacidad combinada de la planta hotelera de toda la Comunidad Autónoma.
Aún falta por determinar si todos estos fenómenos, que permitirían incorporar oleadas de nuevas generaciones a la ciudadanía de la aldea global, se fracturará en dos debido a los recientes enfrentamientos entre el bloque autoritario, escondido tras una propuesta de nacionalismo multipolar, o el de las democracias de corte occidental, que reclaman un único mundo regido por leyes internacionales al que todos debieran someterse, empezando por el respeto sin ambigüedades a la Declaración Universal de Derechos Humanos. Hasta hace poco, y en concreto desde la caída de la Unión Soviética y la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio, parecía que el mundo se encaminaba a la segunda versión de la aldea global. Con el fracaso del comunismo en la URSS y el triunfo del capitalismo en su versión más salvaje en China, la batalla ideológica entre los dos sistemas se dio por concluida, mal que les pese a los últimos dinosaurios en pie del viejo comunismo, dizque Cuba y Corea del Norte.
Pero con la extensión de las llamadas 'revoluciones de colores' que impulsaron la caída de dictadores y dictaduras en Túnez, Egipto, Libia, Georgia o Ucrania, las élites gobernantes de China y Rusia empezaron a temer por su propio continuidad en el poder. Su reacción fue otorgar poderes dictatoriales a sus respectivos líderes, Vladimir Putin y Li Xin Ping, para reprimir cualquier manifestación de disidencia y luchar contra la creciente influencia de Occidente en su opinión pública. Y en esas estamos en este momento, y todo como consecuencia de habitar una misma aldea global planetaria en la que se ha hecho evidente finalmente lo que la gente siempre quiere si se la deja manifestarse: libertad para los individuos y un pacto social democrático para la alternancia en el poder político.