LIMÓN&vinagre

La valentía de ser vieja

Maruja Torres

Josep María Fonalleras

La próxima semana, la señora María Dolores Torres Manzanera cumplirá 80 años. Si en 1957, a través de su amiga Amparito, con quien frecuentaba el Centre Excursionista de Catalunya, no hubiera trabado amistad con un chico un año mayor que ella, de nombre Ramón y de apellido Moix, quizás ahora celebraría rodeada de la familia este cumpleaños y explicaría a los nietos sus orígenes, en el Barrio Chino, en un ambiente maloliente, donde la ropa nunca estaba seca porque la humedad era perenne. Quizá también evocaría una infancia sórdida entre la Rambla y Montjuïc, en el gueto de los murcianos, en la que el padre, camarero y barman, amenazaba a la madre, que cosía y fregaba, y la pegaba, empujado por una borrachera también perenne. El tal Ramón (y un tal Manolo, también ciudadano del Raval) incidieron en la vida de aquella chica, que ya tenía entonces nociones de contabilidad y mecanografía, y que, ella sola, ya sabía que lo que tocaba, si quería sobrevivir, era cambiar de existencia, a través de la lectura, del instinto del autodidacta que se afana por ir más allá.

Maruja  Torres

Maruja Torres

Aquella chica del Raval se acabó llamando Maruja y dijo, con los años, que «uno pertenece a lo que pertenece, pero uno mismo debe saber que él es el responsable de sus actos». Es decir, que no se puede llorar por los orígenes, sino asumirlos, porque «cada uno es hijo de su lengua y de su historia». Uno de esos amigos adolescentes también optó por cambiar de nombre y fue conocido como Terenci Moix; el otro era Manuel Vázquez Montalbán. Con ellos (y con unos cuantos más, como Ana María, la hermana de Ramón) acudieron al cine y vieron películas y leyeron y bebieron «como una manada de búfalos». Y, mientras tanto, Maruja escribía en una libreta forrada de plástico negro y después en la Página Femenina del diario La Prensa. Y en Garbo y en Fotogramas y en Por Favor. Y en tantos otros medios, como El País. Y se convertía en la mujer que vivió, miró y escuchó y describió, «a partir del germen de una emoción», la historia cotidiana de un país, pero también los horrores de las guerras, los paisajes queridos, las novelas «deseobiográficas», en las que «arreglaba lo que no fue como me habría gustado», o «preveía lo que me gustaría que sucediera». La literatura, dice, «es estar en los lugares como si no estuvieras; desdoblarse».

De hecho, no sé por qué hablo en pasado. Maruja Torres cumplirá 80 años la próxima semana y conserva las plenas facultades que le han hecho ser una cronista excepcional, una mujer libre, sin una pareja o unos hijos que, muy probablemente, nos habrían hecho perder el testimonio único de quien entiende el periodismo como un sacerdocio, del que se enfrenta a la vida (y, ahora, a la vejez) como una aventura singular, atrevida.

Hace poco, Maruja Torres paseaba por Roma con Jordi Évole. Caminaban por Piazza Navona, se sentaban en una coctelería, almorzaban frente a una estatua de Bernini, charlaban sentados en la cama del hotel. En el programa Lo de Évole veíamos a la Maruja de siempre, desenvuelta y descarada, hablando de masturbaciones y de sexo, de enamoramientos y pasiones («creo en ellas, pero el amor de larga duración, para mí, es la amistad»), de memorias y de luchas. Una Maruja en plena forma, divertida y mordaz, que dibujó la vejez con una coraje colosal y al mismo tiempo tranquilo, pausado: «Hay que ser más valiente para ser viejo que para ir a la guerra», porque los soldados todavía piensan que sobrevivirán, mientras que los viejos saben que «su decrepitud avanza». Una Maruja que lucha contra «el encorvamiento prematuro», contra la simulación afectada. «Ser vieja no es un insulto», dice, «es un logro». En la vejez donde vas perdiendo facultades, donde «te tienes que ir conformando y tienes que saber irte», pervive «la niña que fuiste», y todo es nuevo como el primer día.

Hay un momento, en la entrevista, en el que rememora la muerte de su compañero y amigo Juantxu Rodríguez en Panamá a manos de las tropas estadounidenses. Cuando regresa a Barcelona, decide recorrer los lugares en los que ha estado feliz y toma un dry martini para comprobar que, efectivamente, está viva. Que la vida continúa, que el dolor debe atarse corto, como un perro rabioso que no se puede alborotar. Y recalca que es bebedora, no para olvidar («lo recuerdo todo»), sino para disfrutar del momento, para saber que estás allí y que todavía hay tiempo antes de que llegue el momento de decir adiós en una playa de Beirut, mientras se pone el sol.

Suscríbete para seguir leyendo

TEMAS