Nos queda la palabra

Lo intenté

Julián García Valencia

Me lo presentaron con la mejor intención, aunque entre los dos mediaba un abismo, parecido al que sucumbí tras mi divorcio. Mis amigas del alma me lanzaron un salvavidas en forma de un hombre aparentemente bueno, salvo alguna cosa que diría M. Como a mí, la soledad le empujó a la convivencia. En base a ella, nuestro primer acuerdo fue no hablar de política. 

Tocaba callar y a mí ya me pareció triste porque, como en otros ámbitos, ahora que la mujer había logrado abrir la boca me obligaba a mantenerme muda. 

Lo segundo fue un pacto implícito. Nuestros hijos eran adolescentes y se presuponía que tanto él como yo teníamos la facultad de trabajar o no. Aunque desde muy pronto (a nuestra edad y en esta época las relaciones alcanzan la velocidad de la ciencia) me dejó claro que le gustaba la buena mesa, las camisas planchadas y la casa limpia como le había acostumbrado, que no enseñado, su mamá. 

Los principios siempre son difíciles, pero comenzamos a andar. Las rectas se convirtieron pronto en curvas. Se negó a que mi Julia acudiera a una charla sobre sexualidad en el instituto, pues él le podía enseñar todo de la vida, incluido cómo evitar problemas: no salgas muy de noche, cuidado con el escote y la falda, no mantengas la mirada... Se me pasó por la cabeza la pintada que, junto a nuestra casa, rezaba «Eduquemos a no violar. No a cómo protegerse de una violación», pero decidí confiar en el buen criterio de mi hija, a la que animaría a asistir a clase. 

En la última Navidad tampoco entré a los envites de mi cuñado, identificando machismo y feminismo. Ya en los albores del 8M, miré para otro lado cuando alguna vecina aludió al instinto femenino a pelearse, relacionándolo con las desavenencias políticas. «Son las peores», asintió hasta ese momento mi marido.

Hoy, en la manifestación siento la primavera, renaciendo en mí la esperanza.

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