Los dioses deben de estar locos

El espíritu del Diablo sobre las aguas

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

El joven Jim Hawkins vivía inmerso en una atmósfera de terror desde la llegada a la posada El Almirante Benbow, regentada por su padres, de aquel viejo marinero, llamado Billy Bones, violento y borracho, que amenazaba a todos y que parecía obsesionado con la aparición inminente de algún espía, o de algún delator, alguien que le pidiera cuentas por haber traicionado la confianza de una legión de espectros; como si, apóstata del infierno, hubiera escapado de las garras de Satán con un valioso salvoconducto o algún mapa prodigioso, que le llevara a profundidades ignoradas, hacia grutas jamás vistas por ojos humanos, las cuales ocultaran tesoros fabulosos, nada menos que todo el oro manchado de sangre que hubiera amasado la humanidad pecadora.

Bajo el entusiasmo que le confería el alcohol, el viejo criminal, igual a un bardo de tiempos remotos, cantaba a todos los demonios del mar y del Averno una vieja tonada marinera que salía, incesante y obsesiva, de sus labios, al calor del ron que momentos antes había entrado por ellos. Exaltaba con su rapsodia infernal los poderes primordiales del océano embravecido, de la masa marina, engendrada del oscuro caos, mucho antes de que la humanidad tomara su primera bocanada de aire. El caldo primordial, en cuyas entrañas habitaba Leviatán, se veía espoleado por el aguijón del mismo Demonio, para caer sobre los marineros de un barco execrado, un navío de bandidos y piratas que, enloquecidos por la furia y la avaricia, ocultaron en un isla situada fuera de las cartas de navegación, más allá de los confines del mundo, un tesoro de sangre, el premio de años de crímenes, secuestros y matanzas.

El espíritu del Diablo  sobre las aguas

El espíritu del Diablo sobre las aguas.

La balada siniestra repetía cómo el mar y el Diablo se pusieron de acuerdo, y el ron, que nubla los sentidos, se encargó de llevar a la muerte a la tripulación maldita, aquellos quince hombres de la leyenda, portadores del cofre del tesoro, muertos insepultos, almas en pena y condenadas por toda la eternidad a ser la guardia fúnebre del oro funesto. La canción amedrentaba a Jim pero al mismo tiempo estimulaba su curiosidad. Forzoso es decirlo, le seducía.

El universo de fantásticas obsesiones del viejo borracho se completaba con una manía persecutoria fuera de control, concentrada en una única idea que temía fuera a cobrar realidad física en cualquier momento. No era sino el miedo al marinero más temible de todos, al más inteligente, carismático, más frío y temerario, al mayor asesino de los océanos, un hombre de una sola pierna, al cual, el prófugo pirata no se atrevía a nombrar ni con la mente extraviada por el ron, por si a causa de una involuntaria mención, pudiera comparecer ante él ser tan extraordinario, nacido de entre las olas agitadas del pecado.

La imagen del peligroso dios de la muerte, acercándose a la posada apoyado en su muleta, también se plantó en el cerebro de Jim, se hundió en él, como se hunde la hoja de un cuchillo afilado. Por las noches la impresión terrorífica del día se transformaba en una pesadilla que le envolvía. Una figura oscura, un hombre cojo, sin rostro visible, se le aproximaba cada vez que sus párpados se cerraban. Procedía de la esfera del mal, del mundo de los espíritus, y buscaba tomar su alma de niño a través de los sueños. Jim no lo reconoce, no alcanza a ver su cara, si la tiene, pero sabe que lo llevará de la mano a un mundo nuevo, lejos de los juegos infantiles, de la lealtad a su familia y del minúsculo universo de El Almirante Benbow. Y aunque le horroriza, diríase que, en el fondo, le espera.

El hombre de una sola pierna anuncia latitudes antes ignoradas que se abren, graves y profundas, que aguardan más allá del umbral de la niñez que todo lo limita. Acaso el fuego de la libertad y las llamas del infierno compartan un mismo y enigmático origen, un origen que el joven Jim, más fascinado que aterrorizado, no tardará en descubrir.

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