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Pasado a limpio

Sólo si acaso es sí

La sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra del caso de ‘la manada’ marcó un punto de inflexión en la consideración de los delitos contra la libertad sexual. La condena por abusos sexuales seguía el patrón de una serie interminable de resoluciones misóginas que repugnan la moral contemporánea al exigir a la mujer una prueba de la honestidad con mayor rigor que la santidad de María Goretti.

La cuestión no es el machismo del Código Penal, sino el concepto jurídico de intimidación: la amenaza de un mal grave e inminente sobre la vida o integridad física de la persona, su familia o sus bienes. En el juicio, la víctima contestó que no a la pregunta de si había sido amenazada. Al parecer, ninguno de los bestias dijo te vamos a matar. Eñl Tribunal Supremo revocó la sentencia, declaró que hubo intimidación, aunque no fuera explícita, y condenó a quince años de prisión por agresión sexual (la violación era una de las formas del delito), pero no pudo paliar el revuelo mediático.

Consecuencia casi directa del caso fue la ley del 'solo sí es sí' que reformó los delitos contra la libertad sexual para suprimir el abuso sexual, integrando todos los tipos penales en los de agresión, por considerar que todos conllevan violencia. La ley hace recaer la carga de la prueba del consentimiento para evitar entre otras cosas el dolor de la víctima de recordar una humillación terrible. Pero al centrarse sólo en el consentimiento de la víctima, se hace una nueva definición del tipo básico del delito en el que se desnaturaliza el concepto, pues ya no tiene que ver con la violencia física, que sólo es circunstancia agravante cuando concurre en grado de extrema gravedad.

Al equiparar las conductas que antes eran tan dispares conceptual y punitivamente, la graduación de las penas modifica los criterios valorativos y lleva casi inevitablemente a la revisión de las condenas por la aplicación retroactiva de la ley más beneficiosa para el reo, que es un principio constitucional que no puede modificarse con criterios de derecho transitorio. No tiene nada que ver con que los jueces sean o no machistas, sino con las razones de una ley tan novedosa que exigía una técnica probablemente más depurada.

El problema realmente era enjuiciar una violación con una concepción de los tiempos de Calderón de la Barca y exigir a la mujer una prueba diabólica (en Derecho, dícese de la prueba imposible). Si el juez, al valorar los hechos, deduce que si no hubo resistencia, había consentimiento, es un razonamiento bastante inconsistente y completamente falaz. Como la víctima de la manada había adoptado una actitud pasiva y neutra, a juicio del magistrado que emitió el voto particular, no podía deducirse que la relación no fuera consentida. ¡Ah, la maldita doble negación!

La ley del ‘sólo sí es sí’ solucionaba el problema haciendo recaer la carga de la prueba del consentimiento en el acusado. Si éste no puede probarlo, la relación es inconsentida. Y pasamos de puntillas por cómo afecta esa inversión probatoria a la presunción de inocencia, uno de los derechos humanos más arraigados, porque al fin y al cabo la ley no puede impedir la libre valoración de la prueba por el juez en lo que al consentimiento se refiere.

Cuando el juez interpreta la ley, hace una valoración jurídica que identifica el caso concreto con el supuesto de hecho, abstracto y general, al que la ley atribuye una consecuencia jurídica. De la calificación que haga dependerá el resultado final. Uno de los principios básicos de la administración de Justicia está en que el juez conoce el Derecho. Dame los hechos, que yo te daré el Derecho, dice un adagio jurídico al que el latín añade cierta solemnidad, pero no más precisión. Porque el juez debe casar los hechos con alguno de los supuestos de hecho que contempla la norma.

No es suficiente que el juez conozca el Derecho, pues si el moderno nació en la Roma clásica, la Gnoseología y la Epistemología, como ciencias del conocimiento, son más antiguas, pues nacieron en Grecia; y para aplicar el Derecho es necesario conocer la fenomenología. Si nos dejamos guiar por Gorgias, la tarea es imposible, pues nada existe; si acaso existiera, no sería posible conocerlo; y si fuera posible conocerlo, no lo sería comunicarlo. Eso explica que algunas sentencias, como la de la manada, sean incomprensibles.

Tan incomprensible como la polémica generada en torno a la reforma de la ley. Para la algarabía alborotadora, cualquier rebaja de penas es un escándalo y no sería suficiente penar con una vida cualquier delito, sea o no abominable. Cuando la refriega política entra en escena, los sentidos se obnubilan y la inteligencia se atrofia. El consentimiento ya era un elemento esencial, pues es la base de la que parte el delito. Cualquier relación no consentida ya lo era, por eso la denominación capitular contra la libertad sexual, porque si hay consentimiento libremente prestado, es casi imposible que sea delito.

La teoría gnoseológica de Gorgias no afecta solo a los jueces, sino también a los políticos. En lugar de explicar las luces de la ley en la protección de las víctimas y los criterios de política criminal, o revisar las sombras que también las tiene, la discusión perversa se lleva al terreno de quién es más feminista o quien defiende más a las mujeres. Cuando la democracia se confunde con apacentar el ganado y guiarlo al aprisco de un partido, adoctrinar en lugar de instruir, la manada ha ganado la partida.

Al crimen abyecto siguió la ceguera de una justicia antigua enfrascada en su torre de marfil. Luego, la desconfianza popular en la justicia del rey, la ley imperiosa y el suspenso de quien no resuelve el problema matemático. En la reforma de la reforma, hay una competición a feminismo que huele mucho a testosterona.

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