Mirando la historia desde diferentes puntos es un hecho que la figura de la mujer no ha salido bien parada, una total falta de libertad, la inexistente consideración social fuera del hogar, la ausencia de derechos en general no solo para votar o tener propiedades sino el mismo hecho de poder decidir sobre su propia vida, incluso pensar les estaba prohibido por no ser la inteligencia una capacidad inherente a su sexo. Esto es algo que a estas alturas todos y todas tenemos asumido, nadie cuestiona ya tales evidencias. Parece que todo aquello está por fin superado, pero qué lamentable resulta comprobar que no es así: todavía hoy nuestra sociedad tiene que llevar con vergüenza la pesada carga de la esclavitud. Sí, así es, increíble pero real, tan cierto que asusta.
En 2015 una joven mexicana de 23 años, de nombre Zunduri, en un estado casi de total desnutrición, relataba a la Policía que había permanecido encadenada durante dos años dentro de una habitación de cuatro metros cuadrados detrás del mostrador de una tintorería planchando día y noche. Conocida como ‘la esclava de la tintorería’, sufrió todo tipo de vejaciones mientras los clientes nunca notaron nada. Pasaba días sin comer ni beber, no la dejaban dormir y, además, la golpeaban y quemaban con la plancha como castigo cuando se equivocaba.
Cuesta creer que en pleno siglo XXI más de cincuenta millones de personas en el mundo sigan siendo víctimas de algún tipo de esclavitud, entre ellas mujeres y niñas de todo tipo de raza, estrato social, etnia o religión, explotadas en el trabajo, forzadas a casarse, o mantener relaciones sexuales, a vender su cuerpo, e incluso a no poder opinar. Decía Charles Darwin que esta es la mayor degradación del ser humano… y no le faltaba razón.

Siempre han existido muchos tipos de esclavitud: es la de carácter físico la que primero nos viene a la cabeza, pero la mental no es menos dolorosa. Las dos juntas son mortales, es en ese punto cuando todo deja de tener sentido, la vida misma se convierte en una tortura y el fin surge como la única luz visible al final del camino, aunque muchas lucharon y no permitieron ser doblegadas más allá de lo puramente físico. En esa mirada al pasado descubrimos historias como la de Arcángela Tarabotti, joven italiana que en 1604 fue encerrada contra su voluntad en un convento, una clausura forzada que no la desmotivó en su firme idea de defender la libertad de elección a la que toda persona tenía derecho. Enfocó su ira hacia la literatura con textos realmente adelantados a su tiempo. Su obra Tiranía paterna era toda una proclamación sobre la igualdad y la libertad de las mujeres, cuya vida siempre estaba supeditada a la voluntad de un ente masculino que bajo engaños las sepultaba vivas en los claustros el resto de su vida: esto era bastante frecuente. Con un gran sentido crítico hacia ese comportamiento de las familias poderosas que, para preservar su fortuna, no dudaban en obligar a estas jóvenes a una vida de rezo y clausura (tener muchas hijas hacía menguar su dinero, pues para casarlas debían aportar una dote), no sólo mostró su repulsa, sino que también les aconsejaba matar a los hijos varones, dejando solo uno, ya que al morir pequeños tendrían, además de dinero, el cielo garantizado.
Como es lógico, nadie leyó sus escritos hasta muchos años después de su muerte, pero hay ciertas palabras que, a pesar del tiempo, nunca pierden su valor. ¿Por qué? Pues, simplemente, porque nacen desde la verdad y la más pura pasión, aunque a veces también sucede que su mensaje sigue siendo una absoluta realidad.

Con el 8M en la mente, no puedo dejar de recordar el espléndido alegato que una esclava negra hizo el 29 de mayo de 1851 en la Convención de los Derechos de la Mujer en Akros, Ohio. Su nombre, Sojourner Truth. Todos quedaron impactados al escuchar a una mujer, que toda su vida sintió el miedo de la esclavitud en primera persona, hablar con tanta claridad y valentía sobre el significado de ser mujer, de la igualdad, no solo de sexo sino también de raza, y de la libertad. Con nueve años fue vendida en un mercado de esclavos junto a un rebaño de ovejas, su comprador la maltrató de todas las formas imaginables, fue revendida en varias ocasiones hasta que, al fin, consiguió escapar.
Su discurso, considerado el inicio del feminismo negro, sigue siendo hoy motivo de reflexión:
«Ese hombre de ahí dice que las mujeres necesitan ayuda para subir a las carrozas y para sortear las zanjas, y para que tengan los mejores sitios en todas partes. Nunca nadie me ha ayudado a subir a las carrozas o a saltar un charco de barro, o me ha ofrecido el mejor sitio. ¿Acaso no soy una mujer? ¡Mírenme! ¡Miren mi brazo! He arado y cultivado, y he recolectado todo en el granero, y nunca ningún hombre lo ha hecho mejor que yo! ¿Y acaso no soy una mujer? Podría trabajar tanto y comer tanto como un hombre, cuando puedo conseguir comida, ¡y también soportar los latigazos! ¿Y acaso no soy una mujer? Tuve trece hijos y vi cómo todos ellos fueron vendidos como esclavos y cuando chillé junto al dolor de mi madre, ¡nadie, excepto Jesús, me escuchó! ¿Acaso no soy una mujer?»
Parece mentira que, más de 170 años, después sigamos lanzando esa misma pregunta para reclamar, igual que ella, ser consideradas de igual a igual. ¿Acaso no soy una mujer? ¿No hago yo lo mismo que hace un hombre, no estoy yo formada y preparada, he estudiado, tengo la misma capacidad y trabajo igual que él, siento igualmente la alegría y la decepción, tomo mis propias decisiones y me esfuerzo cada día del mismo modo que tú, ¿no merezco yo tu respeto?

Sus palabras hoy nos siguen inspirando y recordando que la libertad es un árbol de muchas ramas, cuando unas se secan otras nuevas nacen a su lado porque cada vez son más las voces que unidas alimentan su fuerza. Como decía la propia Sojourner Truth, «cuando hay mucho alboroto es porque algo está pasando».
Por suerte, cuando miro a mi alrededor no consigo ver ningún color: solo escucho un único sonido, todas juntas, al unísono, reclamando lo mismo, una igualdad de género real donde no exista un estereotipo asignado a cada persona que limite su vida por el hecho de nacer con un sexo u otro.
Pedimos seguridad, pedimos justicia, pedimos protección, las mismas oportunidades, los mismos salarios, pero también pedimos por las que no lo pueden hacer, aquellas cuyas vidas siguen valiendo menos que la de un buen ganado. Hemos aprendido a ser solidarias con nuestro propio género y a mirar más allá de nuestra propia existencia. ¿Acaso no soy yo una mujer?