De cine

TÁR, ma non troppo

Cate Blanchett en 'Tár'.

Cate Blanchett en 'Tár'. / L.O.

La música clásica me ha parecido siempre un lenguaje misterioso, inaccesible para mi oído. A pesar de mi fascinación y mi empeño por algunos compositores, reconozco que no soy capaz de apreciar ciertas sutilezas que ofrecen esas telas de araña sinfónicas y suelo quedarme solamente en la superficie de las melodías más reconocibles. Por este motivo me interesó TÁR desde que supe de su existencia. Los directores de orqueta suelen ser figuras muy opacas, y el cine es una manera inmejorable de adentrarse por ese universo de sonidos y de silencios tan recóndito.

Más allá de las pasiones melómanas que pueda despertar esta producción, el gran atractivo de TÁR es Cate Blanchett. Desde su estreno en el Festival de Venecia con premio a la mejor actriz incluido llevan sonando los trombones del firmamento cinematográfico. Los críticos hablan de una de esas presencias colosales que de tanto en tanto se pasean por las salas comerciales. Yo lamento no ser tan eufórico con su trabajo. Aprecio la transformación que va experimentando el personaje, ese viaje molto vivace hacia la locura, pero hay algo en su expresión que no termina de conquistarme. Me parece que está todo el tiempo bajo una extraña rigidez, como si su rostro fuese de piedra, y difícilmente se aprecian matices en sus gestos. Todo esto se hace más que evidente en las escenas musicales. No contemplo en esos instantes a una verdadera directora de orquesta por mucho empeño e histrionismo que despliegue. Desconozco si este método interpretativo responde a una exigencia de guion o es el resultado de alguno de esos tratamientos faciales que muchas estrellas deciden ponerse para tratar de esquivar el paso de los años.

Dejando a un lado las particularidades de Cate Blanchett, creo que TÁR tiene un problema estructural que fulmina todas sus posibilidades iniciales. Todd Field, director y guionista, se pierde estrepitosamente en el desarrollo de la trama. Agota las inseguridades de esa mujer atrapada entre notas musicales sin dar con la tecla de la emoción tan necesaria para mantenernos pegados a la pantalla. El espectador se encontrará con una multitud de puntos muertos y reiteraciones difícil de digerir. Para cuando la historia explota y comienza a ganar velocidad, tal vez es demasiado tarde y la indiferencia ya es abrumadora.

TÁR es también un buen ejemplo del estilo de ciertas producciones actuales. Si son capaces de sobreponerse a los créditos iniciales (varios minutos pasando centenares de nombres con la pantalla en negro), asistirán a una película gris filmada con una ausencia de luz preocupante. La mala iluminación de la escena, pese a los aires artísticos de sus especialistas, se ha convertido en tendencia. Siempre que contemplo a un reparto moviéndose por esos decorados nebulosos, recuerdo la época resplandeciente del Hollywood clásico. Aquellos operadores estaban muy cerca de los grandes pintores de cualquier época y eran capaces de crear composiciones pictóricas a partir de un juego de luces y sombras.

Pese a todos estos instrumentos desafinados, TÁR toca varias notas que entran de lleno en algunas de las guerras que estamos librando hoy en día. Me siento muy cerca de esa directora de orquesta que defiende la obra de Bach por encima de los comportamientos que el músico pudiera haber tenido en aquel siglo XVIII que resuena de manera tan distante. Por otro lado, se sigue con especial asombro la caída de la protagonista y sirve para darnos cuenta de la ferocidad del mundo contemporáneo.

Lo que no deja de sorprenderme es que muchos de los críticos que se han mostrado abatidos por la carga dramática de TÁR no dudan en sumarse, incluso sin pruebas, al escarnio público al que se someten a algunas de las figuras más destacadas de nuestra cultura. Cada vez estoy más convencido de que habitamos una época poblada de imposturas y no dejamos de maravillarnos de ello. Nuestros ojos permanecen ciegos ante la pantalla y ante la vida, pero nuestras palmas están en plena forma.

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