Luces de la ciudad

Hoy por ti...

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Comienzo a escribir este artículo 48 horas después de producirse el trágico terremoto en Turquía y Siria, cuando todavía se lleva a cabo una búsqueda desesperada de supervivientes entre los escombros. El tiempo se agota. Y veo consternado en las imágenes de los telediarios el sufrimiento y la angustia reflejados en los rostros de los afectados y la impotencia en los componentes de los equipos de rescate ante la imposibilidad de salvar a todas las víctimas sepultadas, pero también, el de extrema alegría, en ambos, cuando se produce un rescate, en especial si es de un niño. Prefiero no pensar en la cantidad de fallecidos en el momento de la publicación de esta columna. Duro, muy duro.

Sin embargo, a pesar de todo, debemos sentirnos afortunados de poder verlo desde el sofá de nuestras casas. Porque les puedo asegurar que por terribles que sean las imágenes nada tiene que ver con vivirlas en primera persona. Pero tranquilicemos nuestras conciencias porque, al margen de los rescatistas, voluntarios o profesionales, desplazados al lugar de la catástrofe para realizar una labor encomiable, el resto de mortales, salvo colaborar en la ayuda humanitaria en la medida de nuestras posibilidades, poco más podemos hacer.

No me cabe la menor duda que cualquier persona con un minino de sensibilidad empatice con los damnificados, pero no sé por qué, siento que cuando has padecido algo similar, a mayor o menor escala, esa empatía es especial, ni mejor ni peor, solo especial.

Ahora es inevitable que me retrotraiga doce años atrás, al 11 de mayo de 2011, cuando Lorca también tembló. Pero no es mi intención hablar de mi libro, de mi experiencia personal, de dónde, cuándo y cómo. Cada lorquino tiene su propia historia, por tanto, habría miles por contar. Pero lo que vi y oí, sentimientos aparte, jamás podré borrarlo de mi memoria. Y es precisamente en estos momentos cuando renacen esos recuerdos.

Rememoro con horror la destrucción y el caos tan cerca de mí que puedo palparlos. Y después la muerte. Son solo unos segundos, malditos segundos, y tu vida ha cambiado. Y entonces, frente a mí, rostros fantasmagóricos cubiertos completamente de polvo con expresión incrédula, ojos saltones inyectados en sangre, miradas de miedo y desconcierto, movimientos torpes y confusos, ataques de ansiedad. Y como si fuera la banda sonora de una película siniestra, el estruendo de edificios cayendo, alaridos de pánico, conversaciones aceleradas, gritos de desesperación… los sonidos del terror. Les aseguro de nuevo que no es como verlo en televisión.

¿Y después, qué? Porque después viene lo peor. Luto, traumas, reubicación, daños materiales… Sí, pero nada vale tanto como una sola vida humana.

¿Cuánto dura una tragedia? ¿Cuántos volcanes, inundaciones, tsunamis, huracanes, terremotos, incluso guerras se han producido en la última década que ya apenas recordamos, pero que siguen vivos ellos o sus consecuencias?

Un amigo dice que si no sales en la tele, no existes. Por desgracia, cuando los focos se apagan llega el silencio para los afectados y el olvido para la opinión pública. La información va a tal velocidad que los medios de comunicación no tienen más remedio que seguir el ritmo de la actualidad, lo que ocurrió ayer ya es pasado lejano.

Quizás deberíamos crear un archivo de casos sin resolver, como en las películas y series policiacas, donde generalmente no prescriben y tarde o temprano los buenos siempre ganan. Un vistazo de vez en cuando para mantener la memoria fresca y el espíritu solidario vivo. Ya saben, hoy por ti, mañana por mí.