Café con Moka

Alumbramiento

Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Mientras lee estás líneas puede que yo esté exactamente dando a luz a mi segundo hijo, en este caso niña, pues estaría en mi fecha prevista de parto. También podría ser que Julia, como se llamará la pequeña, se hubiese adelantado unos días y ya esté con nosotros. O, quizás, aún no haya llegado. El caso es que de un modo u otro, mientras lee esto mi situación vital habrá cambiado o estará a punto de hacerlo de forma drástica por segunda vez en mi vida. Y aunque en estos instantes reconozco que siento miedo y preocupación, sé que (si todo va bien) será el segundo mejor día de mi vida y rememoraré una de las experiencias más intensas y brutales que podré recordar nunca.

Precisamente esta semana venía a mi cabeza algo que escribía no hace mucho cuando un pequeño terremoto nos despertaba de madrugada en casa y yo, sin pensarlo dos veces, cubría el cuerpo de mi niño con el mío intentando protegerlo de lo que pudiera ocurrir. El pánico me invadió en ese momento y no pude pegar ojo en toda la noche pensando en qué podría haber ocurrido y en cómo podría mitigar o evitar las drásticas consecuencias de un acontecimiento así.

Todo esto, mientras visualizaba las terribles imágenes que llegan estos días, a través de los medios de comunicación, del devastador seísmo en Turquía y Siria y me volvía a preguntar cómo puede el ser humano aguantar tanto dolor. Cómo una población y un país que agoniza por culpa de una guerra civil que se libra desde hace casi doce años, y que ha dejado casi 400.000 muertos y más de 200.000 desaparecidos, puede ahora, prácticamente sumido en la desolación, hacer frente a la catástrofe humanitaria y social que lo deja en la ruina.

Reconozco que me causan tremendo dolor y tormento las fotografías de niños atrapados, desconcertados, solos, cenicientos y, también, muertos en medio de tal horror. En mi situación, imagino que es normal empatizar más con los padres y madres de esos pequeños. Y entre tanta crueldad alguna imagen también para el aliento, como la de ese recién nacido venido al mundo en medio de los escombros y la destrucción. Un alumbramiento como símbolo de la esperanza, la luz y la nueva vida que se abre paso en mitad del espanto.

Y entonces todo cambia, y yo pienso, como comentaba al inicio, que en unas horas o días estaré dando a luz en un hospital más que preparado, rodeada de profesionales, y que mi hijo (el primero) estará al cuidado de las personas que más lo quieren, además de sus padres, y siento la contrariedad de mi fortuna y su injusticia.

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