De cine

Carlos Saura y la eternidad

Carlos Saura

Carlos Saura

Julio Pérez-Muelas Alcázar

Julio Pérez-Muelas Alcázar

Reescribo estas líneas a marchas forzadas, movido por un extraño sentimiento de pérdida. Mandé este artículo a La Opinión hace tan unos días para celebrar el Goya de honor a Carlos Saura, y me cae la noticia de su muerte en esta tarde gris de viernes como un giro de guion inesperado pese a sus 91 años. Los ‘cuervos’ no le han dejado recibir el último de los homenajes, y ya forma parte de ese cielo de figuras ilustres de nuestra lengua.

La última vez que supe de Carlos Saura fue en el pasado Festival de Málaga con motivo de la Biznaga de honor. El acto fue sencillo y estuvo marcado por una profunda emotividad. El cineasta subió al escenario con una cámara sobre los hombros y comenzó a sacar fotografías del público. Aquello mostró a un hombre que a pesar de su ancianidad seguía fascinado por el poder de la imagen y no se resistía a dejar de ver el mundo a través de su objetivo.

La primera película de Carlos Saura que me viene a la cabeza es La caza (1966). Se trata de una de esas piezas de museo de nuestro patrimonio que a menudo es citada para mostrar los brazos del Franquismo. Más allá de su poder metafórico, a mí me apasiona la precisión con la que está rodada, el retrato en primer plano de cada uno de sus personajes y esa especie de olla a presión hacia la que se encamina la historia. En sus momentos finales la trama se sigue con la intensidad con la que los conejos salen despavoridos de sus madrigueras, como si tuviésemos una bala atravesada en nuestros pensamientos.

Después de la repercusión mundial de La caza, el cine de Saura se adentró en un territorio más sombrío si cabe, dinamitado por los horrores de la Guerra Civil. Se estableció entonces un equipo inseparable con el productor Elías Querejeta y Geraldine Chaplin, su musa de entonces, a la cabeza. De esta unión salieron una decena de películas, desde Peppermint Frappé (1967) hasta Mamá cumple cien años (1979). Fue una etapa de grandes experimentos, marcada por la influencia de ciertos referentes cinematográficos muy establecidos durante aquellos años. En esta época se hacen frecuentes los descensos a los abismos de la mente humana siguiendo las huellas de Ingmar Bergman, o el trasfondo surrealista al estilo de su paisano y maestro Luis Buñuel. Este período dejó algunos títulos extraordinarios como Cría cuervos (1976) o La prima Angélica (1974), y otros intentos fallidos, intensos hasta el exceso, como Elisa, vida mía (1977). Visto el conjunto en perspectiva, uno tiene la sensación de que lejos de la mirada nostálgica de José Luis López Vázquez y del sarcasmo de Rafael Azcona, su obra se resiente.

La siguiente parada de Carlos Saura sobrepasa el mundo del cine. En su filmografía destaca un gusto refinado por la música desde los compases iniciales, pero es a partir de los 80 cuando da rienda suelta a sus pasiones melómanas. Lo hará mediante dos itinerarios. En un principio adaptando obras clásicas de un profundo sentido nacional. Sus trabajos con Antonio Gades en la trilogía flamenca —Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986)— están cargados de fuego. Hay en esas danzas y melodías de muerte un hilo directo con nuestros ancestros que nos desnuda frente a la pantalla. Por otro lado, encuentra en el documental un lenguaje novedoso para profundizar en muchas de nuestras tradiciones. Así lleva a cabo Sevillanas (1991), Flamenco (1995), Iberia (2005) o Jota, de Saura (2016). Todos títulos cargados de electricidad, filmados desde dentro de la tormenta, ofreciéndonos el privilegio de poder asistir en primera persona a esa gran variedad de sonidos que emanan de nuestra geografía.

Desgraciadamente, la gala de los Goya de este sábado estará marcada por su repentino adiós. Se nos va un creador que diseccionó los prodigios y los fantasmas de nuestra cultura como nadie en nuestro panorama cinematográfico. Duele escribirlo, pero Carlos Saura ya forma parte de esa eternidad con la que se recuerdan las grandes películas.

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