El retrovisor

Notas de organillo

Miguel López Guzmán

Cuantas veces hemos pensado seriamente en cambiar de cara, desechamos por instinto estético, el surtido de caretas, que nos ofrecen febrero y sus carnavales. Es una manía consustancial del hombre la de disfrazarse, querer ser otro a ratos; no ser uno mismo, porque cansa mucho llevar continuamente el mismo cuerpo y el mismo disfraz. Por eso se ve a algunos que quieren huir de sí mismos. El Carnaval tiene carta de naturaleza en la vida diaria de los humanos. Febrero es un mes simpático, con máscaras y confetis a la hora de representarlo, aunque nadie tenga compasión de su sacrificio, un mes que nace sietemesino para ajustar el funcionamiento del calendario, estropeado desde su invento.

Por los demás, febrero es un mes frío, algo que lleva a la gente a salir a la calle en las mañanas soleadas, ocupar una mesa al sol en una de las muchas terrazas que pueblan la ciudad. Resulta conmovedor, a la hora de pasear por una calle tan murciana y emblemática como es la Trapería, el ver las persianas de comercios y entidades bancarias cerradas a cal y canto. No, nada es ya igual a aquellas Platería y Trapería de paseos al sol de febrero, calles bulliciosas de ir y venir; de saludos y de encuentros, las que siguen manteniendo un fondo musical con notas de acordeón, que artistas callejeros venidos de fuera de nuestras fronteras contribuyen con su música al encanto de las viejas calles.

Habrá que echar una mirada atrás por el retrovisor del tiempo para escudriñar en la memoria y volver a escuchar las notas de composiciones con acento español, aquellas notas que el viento fresco de febrero llevaba a todo los rincones de la ciudad y amenizaba el paseo de los ociosos y el transitar de los que aún gozaban de la actividad laboral. Parece que la música del entrañable organillo haya enmudecido para siempre, retirándose con tristeza para dar paso a los cambios que lleva consigo la vida.

Pasodobles, boleros y notas musicales que desbordaban de alegría las charlas callejeras y que llegaban hasta los balcones, desbordando vida y sembrando optimismo.

Pesado instrumento que se hacía transportar por ruedas en el mejor de los casos. Decorado con el rojo y gualda en forma de faldón o banderita en lo más alto del mueble sonoro que confería carácter y españolidad al viejo instrumento. Fundamental movimiento del manubrio para dar ritmo al pasodoble, el que inundaba los corazones a la hora de venir de la compra, del paseo colegial o de la holganza merecida de la jubilación.

Y allí, escondido como con miedo a mostrarse por orgullo, el platillo que recogía el fruto de la buena voluntad de los transeúntes. En el aire quedaron para siempre los ecos pegadizos de El gato montés, de La Parranda, Nerva, Manolete o Banderita.

Unos van y otros vienen. Notas que alegraron las frías y soleadas mañanas de otros febreros que se fueron para no volver y que nos hacen registrar con nostalgia en nuestra memoria.