Dulce jueves

Novelas ejemplares

Enrique Arroyas

Enrique Arroyas

Era egocéntrico, pendenciero y violento. Terco y visceral. Provocador. Amante de la discusión y de resolver las disputas a puñetazos. Bebía demasiado y tomaba drogas. Era machista y misógino. Ridiculizó a las feministas de su tiempo. Se casó seis veces y a su segunda esposa la apuñaló con un abrecartas. Era todo eso, y si lo sabemos es porque además escribió unas cuantas novelas que fueron consideradas obras maestras del siglo XX. Resulta que además de emborracharse y de pelearse con todo el mundo, también se sentaba en una habitación frente a una máquina de escribir para pasarse horas a solas con su experiencia y su pensamiento, con lo que había visto ahí fuera y con lo que veía en su interior. Era otra forma de pelear y la única que debería importarnos. Pero hoy las cosas funcionan al revés.

Se ha cumplido este martes el centenario del nacimiento de Norman Mailer y no va a recibir muchos homenajes. Ni siquiera la editorial que publica sus libros tiene interés en recordarlo. No digamos las instituciones que dominan el mundo cultural. Bibliotecas, academias o ministerios lo han colocado en la diana de su obsesión por cancelar a los autores poco edificantes, aquellos que no encajan en los esquemas de la nueva moral imperante. Mailer es una víctima más de la ola revisionista que mira el arte en los alrededores del arte, para juzgar la calidad de una obra por el comportamiento de su autor. Esta siempre ha sido una tentación del poder eclesiástico o político en sus cruzadas contra el arte degenerado, lo novedoso es que hoy el púlpito desde el que se juzga está ocupado por el feminismo, el antirracismo y demás causas de la izquierda woke.

La ideología supone hoy una amenaza contra el arte, y por lo tanto contra lo más noble del ser humano, tan destructiva como lo fue el totalitarismo soviético cuando lanzaba a la hoguera las novelas (y al gulag a sus autores) que se desmarcaban del ‘realismo socialista’ y se atrevían a poner en duda el paraíso comunista. Tienen algo en común: no importa la realidad, sino las fantasías que justifican un proyecto excluyente nacido del resentimiento de los que se consideran oprimidos. El arte se utiliza como un arma más de ese proyecto dogmático. No cabe en él la complejidad del individuo, sino la lógica implacable de una idea, no cabe lo particular, que suele ser contradictorio e inquietante, sino lo general, que es monolítico y simplificador. Un espacio donde se asfixia el arte verdadero, aquel cuyo fin último es, en palabras de Mailer, «intensificar, incluso, si es necesario, exacerbar la conciencia moral de las personas».

La luz que nos trae el arte puede surgir de los lugares más oscuros. Porque la verdad no se posee, se busca. Las novelas pueden ser ejemplares, pero no tienen que ser ejemplarizantes, pueden ser morales, pero no moralizantes, pueden ser políticas, pero no ideológicas. Y sus autores, que sean lo que quieran.

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