Los dioses deben de estar locos

Un encuentro peligroso: Wagner y Baudelaire

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Baudelaire escribió una carta a Richard Wagner llena de entusiasmo, había escuchado en el teatro llamado de Los Italianos pasajes de Lohengrin y Tanhäuser. Confiesa su prevención inicial hacia el compositor alemán, hija de los prejuicios que flotaban en la atmósfera musical francesa. Baudelaire, aparentemente tan virulento y expansivo, admite su ignorancia musical. Apenas ha escuchado algo de Weber o de Beethoven, ¿quién es él para hablar de Wagner? Sin embargo, se atreve, es más, necesita hablar de esta nueva música, que para el poeta es un auténtico evangelio, la buena nueva de una era para la humanidad, en la que reconquistaremos nuestra relación con los símbolos olvidados mediante los cuales se manifiesta una minúscula porción del misterio, del enigma del mundo. Wagner hace que cuanto de ordinario es incognoscible, descorra momentáneamente una parte de su velo.

Un encuentro peligroso: Wagner y Baudelaire

Un encuentro peligroso: Wagner y Baudelaire

«Esa música es mi música», exclama el poeta. La considera como suya no, obviamente, porque hubiera podido escribirla él, sino porque se reconoce en ella, percibe que le habla con un lenguaje en común, el lenguaje de la grandeza, de aquello que es inconmensurable y transciende todos los límites. Lo semejante se reconoce, pueblos diferentes engendran análogos mitos y leyendas; personas distintas sueñan los mismos sueños. Con razón dijo Thomas Mann que la cumbre del romanticismo no se alcanzó a través de la literatura, sino que el honor le fue reservado a la música de Wagner, y es también Lohengrin la obra que merece los mejores elogios del escritor alemán.

Con una complacencia sarcástica, Baudelaire se recrea en ofrecer sus flores de alabanza a Wagner, con más razón y con más sentido, al ser él un poeta francés, ciudadano de un país que ha rechazado maliciosamente al audaz compositor.

En los teatros de la ópera el verdadero drama no parecía ocurrir sobre el escenario, sino en los palcos. Alejandro Dumas describe el ambiente de adoración que despertaba el conde de Montecristo desde su asiento, comparándolo con el legendario personaje de Polidori, con el vampiro Lord Ruthven. En torno a su demónico atractivo y a través de unos ojos en los que brillaban resplandecientes los dioses de la venganza, veíase lo verdaderamente sublime. El drama está lejos de las tablas, aparece inopinadamente en los palcos de la nobleza y de los burgueses enriquecidos, o más sorprendentemente entre bambalinas y en los camerinos con actores y cantantes, cuya fama y detalles galantes de sus vidas eclipsan cuanto es representado en escena.

Con Wagner acaba todo eso, con Wagner ocupa su puesto aquello que es tan profundo que resulta insondable, su música rezuma misterio, abre las puertas a aquello que es sagrado, verdaderamente grande. Ni siquiera necesita del libreto, aun cuando la letra se amolde al espíritu de la música. Su cualidad es mágica intrínsecamente, y cuando suena, es como si se levantara un bosque encantado, una selva de símbolos vivos que conectaran el color, con el sabor, y a este con la memoria y a la memoria con el sonido, y a todos ellos entre sí. Materia, espíritu y tiempo se funden. Baudelaire ve en Wagner no solo al regenerador del drama musical, sino a la persona que ha recuperado el espíritu griego de la tragedia, y en ello coincide con las primeras apreciaciones que Nietzsche hizo de algo que no era música, sino teofanía, un manifiesto del arte del futuro, el regreso del alma humana a su origen infantil, complacida en jugar, de nuevo, con los rizos dorados del enigma.

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