Nos queda la palabra

Cerrado al mundanal ruido

Julián García Valencia

Descubrió las llaves cuando buscaba otras que había perdido. En un cajón, con tres compartimentos, las guardaba en perfecto orden.

Al fondo, las de aquellos lugares donde ya no podía regresar bien porque no recordaba a qué cerradura correspondían bien porque el paso del tiempo había mudado en nuevos dueños. Nueva fachada y marco vital donde antes solo una cortina separaba la calle de la casona de sus abuelos, allá en un pequeño pueblo de Castilla y León donde se asentaban sus raíces. Más cerca, pudo ver el llavero correspondiente a su casa de Madrid, donde emigraron sus padres y que ahora alberga a otros emigrantes, también latinos.

En el lado más cercano, las copias de la vivienda habitual y otra que tenía en alquiler, junto a las identificadas con el nombre de sus hijos, que ya había volado del nido familiar.

Y en el medio reposaban las de la playa y un pequeño caserío que tenía en el noroeste, donde aquella región seca y mediterránea no parecía tal.

Con la primera tertulia de la mañana aún en los oídos, y las redes sociales bombardeando su mañana, decidió que todo podía esperar salvo respirar.

Desistió de seguir buscando y tomó una copia de su puerta blindada y también alargó la mano para coger las de su morada en la montaña.

Corrió al trastero a por la maleta y a igual velocidad dejó un hueco entre su ropa para dos buenos libros.

Este fin de semana se dedicaría a recoger leña para la chimenea y a desempolvar el sofá que acunaría su lectura y sus sueños. Crearía huellas, descalzo sobre la nieve, y miraría más allá del límpido horizonte. Percibiría si el nuevo movimiento del centro de la tierra acorta en realidad los días y se deleitaría con el primer trino que desafiara el termómetro. También le daría tiempo a rememorar el olor de su propio pan en el horno y a saborear, ahora sí, la existencia.

Suscríbete para seguir leyendo