Limón&Vinagre

Jacinda Ardern: el agotamiento de un icono

Jacinda Ardern

Jacinda Ardern / DPA vía Europa Press

Emma Riverola

Dos fuerzas icónicas irrumpieron en el panorama internacional en 2017. El primero llegó al poder después de una campaña de ruido y furia, excitando el miedo y el odio. La segunda alcanzó la presidencia insuflando optimismo, una presencia carismática que olía a frescura, ilusión y compromiso. Frente al poder autoritario de Donald Trump, trufado de mentiras, bravatas y extravagancias, Jacinda Ardern exhibía el poder cercano, empático y progresista. Mientras él se erigía en el referente del machismo rearmado y actuaba como un pirómano racista, ella era el rostro joven del logro feminista y abrazaba la solidaridad y la diferencia. Uno alentaba la ola de populismo conservador que sacudía el planeta, ella se perfilaba como la avanzadilla de un contrapeso posible. La disonancia ha acompañado a ambos personajes hasta su (por ahora) despedida política. Si Trump se agarró al poder hasta alentar una teoría falsa de robo de votos e incitó la insurrección, Ardern ha anunciado su renuncia haciendo gala de una inusual sinceridad: no se siente con energía suficiente para cumplir su cometido. La despedida del primero procuró cierto alivio democrático. Inevitablemente, la renuncia de Ardern produce cierta desazón.

Si algo no se le puede negar a la aún primera ministra de Nueva Zelanda es coherencia y fidelidad a sí misma. Los focos la amaron porque se toparon con un rostro real, alejado de la impostura. Ardern (Hamilton, 1980) creció en el seno de una familia mormona, pero renunció a su fe por la condena de la iglesia a la comunidad LGBTI. Hija de padre policía y madre cocinera en una escuela, se afilió al Partido Laborista a los 17 años y pronto destacó. Licenciada en comunicaciones por la Universidad de Waikato, trabajó como consultora política y centró su interés en el bienestar infantil y la igualdad económica. Su carrera fue meteórica. En 2008 se convirtió en la parlamentaria más joven de Nueva Zelanda. El 1 de agosto de 2017, a menos de dos meses de la cita electoral, el líder de su partido renunció ante los malos resultados que arrojaban las encuestas. La nombró candidata, y se desató la Jacindamanía.

Ardern se convirtió en un verdadero fenómeno: una mujer joven, sin la configuración tradicional de un esposo e hijos y que no dudaba en mostrarse en las redes. Su vitalidad, cercanía, optimismo y un indudable carisma la catapultaron, consiguió remontar unas encuestas desfavorables y el 23 de septiembre ganó las elecciones. Ardern se convirtió en la jefa de Gobierno más joven del mundo. En 2020, revalidó y mejoró resultados.

Todas las plagas se desataron durante su presidencia. En 2019, un terrorista mató a 51 personas en dos mezquitas; Ardern tomó medidas para mejorar el control de armas y plantó cara al supremacismo con gestos y palabras. Cubierta con un pañuelo negro, afirmó: «Ellos (refiriéndose a las víctimas) somos nosotros. La persona que ha perpetuado esta violencia contra nosotros no lo es». En diciembre del mismo año, el volcán White Island entró en erupción y causó la muerte de 22 personas; la sensatez y la sensibilidad de Ardern también fueron reconocidas. Y sus medidas severas durante la pandemia convirtieron a Nueva Zelanda en uno de los países con las tasas de mortalidad más bajas del mundo. Entre sacudida y sacudida, Ardern tuvo una hija que llevó a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Con su liderazgo empático y centrado en el bienestar de las personas, su imagen como icono del progresismo y el feminismo se fortaleció… hasta que se abrieron las primeras grietas.

Las medidas de vacunación generaron reacciones y un grupo de manifestantes se atrincheró durante semanas fuera del Parlamento, cada vez con actitudes más amenazantes hacia los políticos. La policía cargó con dureza para disolverlos y las escenas alcanzaron una violencia insólita en un país de relativa serenidad y estabilidad social. No solo la calma se resquebrajó, la transformación que Ardern había prometido en temas cruciales como el precio de la vivienda, el combate contra la pobreza infantil y el medio ambiente no se han materializado. Su partido se está desplomando en las encuestas.

Después de seis años difíciles, Ardern se siente sin agotada y cede el mando. Su renuncia es una lección de valentía, sinceridad, responsabilidad y coherencia. Aunque, inevitablemente, deja un regusto amargo. En la batalla global ideológica, el bando progresista y feminista ha perdido un foco de luz importante.

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