Hoja de calendario

La agonía de ciudadanos

Antonio Papell

Una encuesta publicada el pasado domingo domingo por la prensa catalana aseguraba que Ciudadanos, organización que ganó las elecciones autonómicas catalanas de 2017 (36 escaños, frente a 34 de Junts y a 32 de ERC), quedaría fuera del ayuntamiento de Barcelona en las elecciones municipales próximas del 28 de mayo. El sondeo no pudo tener en cuenta la asamblea de refundación que Ciudadanos celebró la pasada la semana y en que la candidatura de Arrimadas vencía con claridad a la de Edmundo Bal, pero todo indica que este experimento de última hora no será capaz de salvar del naufragio a un grupo político que ha terminado siendo un bluff (un farol, diríamos en el póquer), de modo que ha terminado perdiendo todo el apoyo popular.

La peripecia de Ciudadanos fue compleja y estuvo en varios sentidos marcada por el azar. Como es conocido, el origen de este partido político estuvo en Cataluña y fue la consecuencia de la formación del tripartito tras las elecciones autonómicas de 2003, encabezado por el socialista Maragall y con el respaldo de ERC y de ICV-EUiA (Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa). Maragall fue acusado de contemporizar en exceso con la inercia nacionalista que había generado Jordi Pujol durante más de veinte años y un sector intelectual de la izquierda moderada creó una plataforma, Ciutadans de Catalunya, que se opuso aquella deriva identitaria a juicio de sus fundadores. Con posterioridad, los intelectuales que habían creado aquel movimiento dieron un paso atrás y el grupo se convirtió en un partido político dirigido inicialmente por un empleado de banca sin experiencia política alguna que se llamaba Albert Rivera. Corría el año 2006.

Ciudadanos arraigó en Cataluña al frente del sector no nacionalista, muy desguarnecido por un Partido Popular que nunca consiguió verdadero predicamento en la región; la progresión fue tal que C’s se convirtió en el partido mayoritario en la cámara catalana en 2017. Además, Ciudadanos se benefició claramente de la fractura del bipartidismo imperfecto que fue consecuencia de la guerra de crisis económica y financiera 2008-2014, que desacreditó a los grandes partidos y lanzó un pluripartidismo en el que la formación de Rivera ocupaba el lugar central. Ciudadanos salió de su feudo catalán y se extendió por todo el Estado, y en las elecciones generales de 2015 obtuvo 40 escaños y el centro del espectro. Fue la cuarta fuerza tras el PP, el PSOE y Podemos; esta formación, capitaneada por Pablo Iglesias, logró entonces 69 diputados. Ciudadanos se definía por aquel entonces como «socialdemócrata y liberal» y en febrero de 2016 Rivera y Sánchez firmaron un pacto por un «Gobierno reformista y de progreso»; el intento no prosperó porque Pablo Iglesias no quiso respaldarlo con su abstención, de forma que Rajoy, quien se había negado a presentar su candidatura a la investidura, siguió en la Moncloa.

En aquella coyuntura, Rivera tuvo en sus manos la gestación de un Gobierno centrista, liberal, basado en el clásico modelo del FDP alemán, capaz de actuar como bisagra y estabilizador. Pero le pudo la ambición y, a la vista de la posición precaria del Partido Popular, falto de ideas y de liderazgo, decidió que su apuesta ya no sería más la de centrismo sino que se empeñaría en conseguir el liderazgo de la derecha y el poder. Ante el estupor general, Rivera, que había obtenido 57 diputados en las elecciones de abril de 2019, ya se negó esta vez a pactar con el PSOE (123 escaños) un Gobierno de coalición, que sí era perfectamente posible en este caso, y forzó unas nuevas elecciones. El electorado no le perdonó la broma y Cs descendió de 57 ciudadanos a 10. Rivera interpretó esta vez bien el mensaje y dejó la política. Es obvio que no podrá volver.

Sus epígonos, políticos de segunda fila, han tratado de mantener encendida la llama de Ciudadanos, más como medio de vida que como proyecto político, y han ido de fracaso en fracaso hasta hoy. El espectáculo de los dos últimos supervivientes pugnando por los jirones de un cadáver ha terminado de dar la puntilla a un proyecto irrecuperable.

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