Dulce jueves
Verdad a fuego lento
Enrique Arroyas
La gente prefiere saber la verdad aunque sea a costa de su propia felicidad. Si a alguien se le da a elegir entre el conocimiento y el bienestar, prefiere lo primero. A nadie le gusta vivir engañado. Son datos demostrados en estudios científicos que, sin embargo, tuve que leer varias veces para creerlos. ¿Cómo se entiende este apetito individual de verdad en un mundo lleno de falsedades y mentiras? Otros estudios, en cambio, aseguran que todos mentimos sin parar, al menos una vez al día. Y eso desde los cuatro años, que es cuando, según los expertos, los niños descubren que con la mentira desaparece el castigo. Desde entonces no dejamos de experimentar con los múltiples usos de la mentira. Mentimos para protegernos, para impresionar, para esconder, para seducir, para sacar ventaja. Unos mienten a conciencia, la mayoría sin premeditación. Todos por miedo.
La motivación de la mentira puede ser el mal, pero también la bondad. Hay mentiras por compasión, engaños que pretenden evitar el sufrimiento. Son las únicas que tienen justificación, dicen los psicólogos. Pero incluso en esos casos, su recorrido es corto. Mientras la verdad nos abre a lo incierto, lo imprevisible, como una ventana hacia un paisaje desconocido; la mentira cierra horizontes, estrecha la vida, atrae sufrimiento. La verdad es una caja de sorpresas, la mentira una celda de aislamiento. Es fácil decirlo, pero la realidad es dura. A veces se aleja tanto de nuestros deseos que solo una mentirijilla puede maquillar el resultado, como un partido ganado en el último minuto, un atajo entre quienes somos realmente y quiénes nos gustaría ser. Cuando la verdad es enemiga de la esperanza, quizá una mentira pueda ser una aliada de una verdad más profunda. La vida está llena de finales felices que solo los realistas con poca imaginación desprecian.
Hoy se elogia la verdad y se rechaza la mentira por motivos equivocados en ambos casos. El resultado es que se miente cuando se debe decir la verdad y, a la inversa, se exige verdad cuando se debe admitir el engaño. Así ocurre, por ejemplo, cuando en el mundo de la imaginación (que es el mundo del amor) se rechazan los cuentos de hadas porque esas cosas no pasan en la realidad; o cuando, al contrario, somos tolerantes con los políticos que inventan ‘hechos alternativos’.
La política exige un compromiso con la realidad, pero en la vida real, el compromiso es con la imaginación, es decir, con la esperanza, donde la verdad se cuece a fuego lento entre pequeñas mentiras. Como en aquellas películas francesas Pequeñas mentiras sin importancia y su secuela Pequeñas mentiras para estar juntos, que muestran, de forma tan amarga como divertida, cómo a veces las mentiras solo son la pequeña defensa de seres imperfectos contra la impaciencia de la verdad.
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