Pasado de rosca

Sobre literatura

Bernar Freiría

Bernar Freiría

Los partidarios de la metaliteratura, cuyo principal representante entre nosotros sería Enrique Vila Matas, parecen defender que la literatura es autosuficiente para producir literatura, que no es necesario, e incluso es inconveniente, acudir al mundo real para armar un relato con interés y valor literarios. Frente a los partidarios de la literatura como objeto supremo de la literatura están los realistas, que sostienen que el arte de escribir es valioso en cuanto que imago mundi, imagen del mundo.

¿Pero es que acaso la imagen del mundo no es lo que todos los filósofos han pretendido dar? ¿Qué distinguiría, entonces, a un Aristóteles o un Kant de un Kafka? ¿Se trata solo de la ingenuidad del filósofo, que pretende la objetividad de su constructo, frente a la rabiosa subjetividad que el literato suele reclamar? Dicho de otra manera, el filósofo —y su hermano menor, por cronológicamente posterior, el científico— buscarían la verdad, mientras el literato, como defendería el desenamorado Vargas Llosa, solo trata de enjaretarnos mentiras que hace verosímiles la complicidad del lector. 

No hace falta recurrir a un filósofo como Hegel, que proclamaba que todo lo racional es real, para darnos cuenta de que en la razón se encuentran todas nuestras representaciones y que es enormemente problemático tratar de discernir qué es real y qué es imaginario.

Precisamente a eso se enfrenta el literato estadounidense Cormac McCarthy en su doble novela crepuscular El pasajero/Stella Maris, escrita con casi noventa años y con firmísimo pulso narrativo. McCarthy es patrono del Santa Fe Institute, una institución enteramente dedicada al estudio de la complejidad, donde tenía un despacho en el que escribía y mantenía largas conversaciones con científicos que cultivan la matemática y la física cuántica, especialidades que dialogan en estas dos novelas. 

Partiendo de un hecho cruelmente real como fue el Proyecto Manhattan, que culminó con la producción de las bombas atómicas que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki, McCarthy explora los límites de la capacidad humana de representar el mundo en la física y las matemáticas. ¿Son reales los entes matemáticos o solo en la medida en que son pensados? ¿Se puede hablar de descubrimiento o de invención cuando se extienden los límites del conocimiento matemático? ¿Es verdadera la conjetura de Poincaré ya cuando él la enuncia o solo cuando Perelman, casi cien años después, la demuestra? Y esa verdad ¿es real en sí misma, como diría un platónico, o es un mero constructo humano? En ese sentido, la matemática está por encima de la física. Solo los entes matemáticos, sea cual sea su naturaleza, nos permiten avanzar en nuestra imagen del mundo, de la que se encarga la física.

La literatura se relaciona con la filosofía como la matemática con la física. Por eso, la literatura está por encima de la filosofía. La filosofía, para mí, es como la arquitectura que organiza el espacio con materiales, mientras que la filosofía lo organiza con palabras, o sea con ideas. Y lo mismo que no podemos discutir la realidad de un edificio de Moneo o de Frank Gehry, tampoco lo podemos hacer con el sistema filosófico de Hegel o de Descartes. La literatura, como la matemática, no pretende dar una representación acabada del mundo, pero por lo mismo goza de una libertad ilimitada para ofrecer representaciones de las ideaciones del mundo o de sí misma. En cualquier caso, representaciones de representaciones. Así pues, la disputa entre realistas y metaliteratos sería completamente ociosa. Lo que da la calidad a una obra literaria no es el objeto descrito, sino otro tipo de méritos que podemos abordar otro día.

Tal vez pueda parecer pedante esta manera de comenzar el año, con semejantes lecturas que provocan estas elucubraciones. Espero que todo se vaya enderezando con el transcurso de los meses. Incluso el clima político, aunque eso lo veo más difícil.

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