Luces de la ciudad

Érase una vez

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Suena Another brick in the wall (Otro ladrillo en el muro) de Pink Floyd y como los martillos de la película, todos los polvorones de la pastelería, perfectamente uniformados con papel de seda blanco, desfilan ordenados y marciales hacia sus bandejas del escaparate.

—Nos están arrinconando —comentó uno de ellos.

—Lo de todos los años, llega el Día de Reyes y aparecen los roscones —añadió otro.

Walfrido escuchaba abatido a sus compañeros. Un año más se esfumaba su sueño de compartir estás fiestas en un hogar con niños, ver mundo y relacionarse con dulces de otras partes del país. Achacaba la mala suerte a su condición de polvorón y odiaba profundamente ser un simple dulce de harina, manteca y azúcar.

Él aspiraba a ser un dulce exclusivo, único, diferente al resto de los polvorones. Tenía la certeza de que eso ocurriría en el mismo instante en que se transformara en uno de esos bombones que tanto admiraba: redondeados, bañados en chocolate, rellenos de licor y envueltos en papel brillante dorado. Pero ese día no llegaba.

Aquella tarde, cerca de la hora de cierre, un niño paró ante el escaparate y se le quedó mirando fijamente.

—¿Qué pasa contigo? —le inquirió Walfrido de mal humor.

El niño se encogió de hombros y sacó los forros de los bolsillos de su pantalón.

—Si no tienes dinero, ¿qué quieres? —intervino de nuevo Walfrido.

El niño, que no podía escuchar nada a través del cristal, continuó su camino cabizbajo.

A la mañana siguiente, la misma rutina de siempre: una ducha de azúcar glas, colocarse el mono de trabajo y al escaparate. Sin embargo, aquella tarde, de nuevo, el mismo niño se plantó ante la vitrina y Walfrido pensó que por fin había llegado su oportunidad y que el chico lo compraría, pero al cabo de un tiempo el niño volvió a marcharse. El ritual se repitió durante los días siguientes y Walfrido perdió toda esperanza de ser comprado.

No obstante, la víspera de reyes, Walfrido fue seleccionado, entre el resto de polvorones, para convertirse en bombón. Tras ser moldeado y bañado en chocolate llegó el acto más solemne: ser envuelto en papel brillante dorado. Para él, su coronación como rey del obrador. Y aquella mañana, en el escaparate, lució orgulloso su nueva imagen sobre una bandeja de plata. Estaba pletórico. Por fin lo había conseguido.

Ese mismo día, el niño, que no faltó a su cita vespertina, mostraba una alegría desmesurada. Pero su gestó cambió bruscamente cuando no encontró a Walfrido en la bandeja de los polvorones y pensó que ya lo habrían vendido.

—Eh, chico, estoy aquí. ¿Es que no me ves? Soy yo, Walfrido, tu amigo. ¿No me reconoces? —gritaba Walfrido al otro lado del cristal.

El niño, finalmente, miró la moneda que llevaba en la palma de su mano y triste y decepcionado se marchó.

—Solo tú eres el culpable —sonó una voz junto a Walfrido.

—¿Quién eres tú? —preguntó él sin saber quién le hablaba.

—Soy un viejo bombón caducado que ya solo sirve para decorar la bandeja, pero he visto a muchos como tú a lo largo de mi existencia.

—¿Como yo?

—Sí. Has pretendido ser lo que no eres —contestó el viejo y sabio bombón como si fuera la voz de su conciencia, su Pepito Grillo. —Renegaste de tu condición de polvorón para convertirte en alguien exclusivo, pero sin conseguirlo, pues ahora eres igual al resto de bombones. Además, en la vida hay trenes que solo pasan una vez y ese niño te quería, pero tú ya no estabas cuando ha venido a por ti.

Walfrido reflexionó y comprendió que por culpa de su ambición e impaciencia se había convertido en un ser miserable.

—¿Y qué puedo hacer ahora? —preguntó al viejo bombón

—Nada, salvo ser tú. Amarse a uno mismo, decía Oscar Wilde, es el comienzo de un romance de por vida.

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