Limón&Vinagre

Joan Manuel Serrat: adiós muchachos

Joan Manuel Serrat

Joan Manuel Serrat

Josep Cuni

Despedir un año ya tiene más de ritual que de añoranza. Convertido en un acto simbólico donde las uvas marcan el paso al ritmo de las campanas, los deseos y la necesidad de lo mejor para el futuro dibujado en las hojas del nuevo calendario buscan contagiar una alegría impostada que soslaye los peores momentos de lo que ya fue. Como si todos tuviéramos que responder al grito de «¡A las penas, puñaladas!». Pero aquello que suena igual para el reloj cada uno lo percibe distinto.

Luego está la nostalgia. Aquella sensación personal e intransferible que se manifiesta de manera desigual. Su intensidad tendrá que ver más con los retales de emociones que se quisieran permanentes que con las vivencias puntuales de las que se guarda sabor. Al fin y al cabo, no deja de ser un recurso afectivo para ayudar a borrar los malos recuerdos y magnificar los buenos, en definición de García Márquez.

La hora oficial del adiós colectivo de hoy no compensa despedidas anteriores que han simbolizado algo más profundamente sentido. Algo que, convertido en compañero de viaje sentimental, nos haya podido conmover de múltiples maneras en una o diversas ocasiones. Aquello que forma parte de la suma de retales que visten nuestra historia particular. Al contrario.

Seguro que hemos vivido despedidas mucho más desgarradoras y, con paciente resignación, otras tiernas. Y todas con lágrimas en los ojos. De rabia e impotencia las menos. Las más, de respeto y admiración.

Esto último es lo que Joan Manuel Serrat (Barcelona, 27 de diciembre de 1943) ha provocado a su público durante el año que se fue. Y lo ha hecho en tantos países y ciudades como éxitos acumulados, por entender que despedirse personalmente de todos ellos era una muestra indispensable de agradecimiento y de buena educación. Elegante manera de dar acuse de recibo por los aplausos guardados y las emociones compartidas.

Para varias generaciones, el broche de la última noche de Serrat en el Palau Sant Jordi de su ciudad, Barcelona, se enmarca en una de esas veladas imborrables. Las que quedan selladas en las retinas y resguardadas del olvido en el cerebro quebradizo, porque su adiós se convertía en el resumen de tantas vidas como personas asistentes entonaban las canciones de su propia banda sonora. Hilo conductor repleto de sus, a veces, no fáciles melodías pero marcado por sus siempre brillantes versos.

En unas ocasiones adelantados al tiempo de la conciencia colectiva, en otras recuperando la alerta indispensable. Siempre redefiniendo conceptos universales y adaptándolos a los compases de una carrera iniciada en la ladera de aquel mismo monte, más alto que el horizonte, desde donde tuvo buena vista.

En la platea, Raimon se sumaba al coro musitando paraules d’amor mientras depositaba su mano, tiernamente, sobre la de su esposa. Otra referencia que se había bajado de los escenarios cinco años antes, demostrando la fuerza que nunca perdió y la sensibilidad que siempre desprendió. Lo hizo en el Palau de la Música ante sus fieles, algunos compartidos. Aquellos que se resistieron a la elección impuesta por razones idiomáticas e ideológicas. Aquellos que no quisieron optar solo por uno de los dos símbolos que mejor han definido un temps i un país.

Las voces y los estilos de más de medio siglo que, como en el tango de Gardel, nos dieron con toda su alma, su bendición.

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