De cine

¡Feliz Navidad!

Escribo estas líneas de forma apresurada desde mi apartamento de Turín. En unas horas comenzaré un largo viaje en coche hasta España. En Sevilla me espera mi familia que a estas alturas ya deben estar bien saciados de luces de Navidad y de turrones. Los dejé la semana pasada en el aeropuerto y mientras los veía alejarse por el control de seguridad me vino a la cabeza una escena de Solo en casa. Si recuerdan, el comienzo de la película es caótico, tanto que Kevin McCallister parece estar al límite. El tío Frank, el primo Fuller y demás criaturas insoportables de su linaje han invadido su territorio. En un acto de desesperación el niño se pone a dar saltos en la escalera y comienza a gritar: «Cuando sea mayor y me case, voy a vivir solo. ¿Me oís? Voy a vivir solo».

¡Feliz Navidad!

Fotograma de 'El apartamento'.

Ahora que me asomo a ese otro lado de la escalera comprendo que el comportamiento de Kevin, tan primitivo, también esconde una parte imprescindible de la Navidad. En este instante no contemplo otra cosa que no sea el 24 de diciembre. Pienso en amanecer en casa de mis suegros con mi mujer y mis hijos y formar parte de esa ilusión por estas fechas que nos han devuelto los pequeños. Pero sé que llegará el momento, en el corazón de la tormenta de comidas y del ‘business family’, en el que miraré al invierno gris de Turín, a nuestros monótonos días de oficina y guardería, de cinco minutos de dibujos animados antes del sueño eterno de cada noche, y de fines de semana de aventuras, a caballo entre el espacio interestelar de Buzz Lightyear y las veinte mil leguas de viaje submarino que me ofrecen los negronis de la esquina.

El paso del tiempo desvela que la Navidad, pese a las campañas publicitarias de las grandes marcas de perfumes y las necedades de las películas de media tarde, es, cada vez más, un lugar de enormes contrastes. Tal vez, por este motivo, la buena filmografía que gira alrededor de esta festividad es escasa y está compuesta solo de breves retazos. En mi museo particular andan los martinis de C.C. Buxter de El apartamento, el Adeste fideles del padre O’Malley de Las campanas de Santa María, las compras de última hora de El bazar de las sorpresas, Michael Corleone y Kay Adams cargados de regalos por Manhattan antes de que las tinieblas se ciñan sobre El padrino, la Nochebuena de ese par de diablos, Bowie y Keechie, ocultos en la cabaña de Los amantes de la noche y el sonido de los bombos de la lotería a través de la radio del taller de coches de Tiovivo c.1950.

Siempre que llegamos a estos días me acuerdo de estos fragmentos de cine y regreso a ellos como quien se reencuentra con un viejo amigo. Estoy deseando llegar a casa de mis padres y ver cualquiera de estas obras. Es la única manera de que todo vuelva a ser igual que entonces. En ese par de horas desaparecen los problemas de la oficina, los niños, con suerte, duermen arriba y los adultos nos perdernos en esos mundos cinematográficos que forman parte de nuestro pasado. El poder evocador de este momento es un misterio. Uno tiene la sensación incluso de que aquellos familiares que se marcharon siguen entre nosotros, y que la conversación con ellos alrededor de las películas no se acabará nunca. Se trata, sin duda, de uno de los mayores placeres de la Navidad.

No hay tiempo (ni espacio) para más. Miraré mañana el estado de las carreteras y decidiré si es mejor conducir por la Costa Azul cielo de la princesa Grace Kelly o si, por el contrario, conviene atravesar los Alpes que a estas alturas del año deben estar tan blancos como aquellas montañas de La quimera del oro. Nos leemos desde España por primera vez en varios meses. Que tengan ustedes una Feliz Navidad.

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