El palique

Cuento de Navidad

José María de Loma

José María de Loma

He salido a la calle en busca de un personaje para mi cuento anual de Navidad. Y tras escrutar un poco el gentío me he decidido por un señor cuarentón, elegante, delgado y calvo. Cuando lo he abordado para proponerle que sea mi personaje me ha mirado raro. Pero, sin duda, me ha mirado ya con cara de personaje. Nunca he entrado en un cuento de Navidad, me ha dicho. Pues todo tiene su primera vez, le he respondido.

—Oiga, con esas réplicas tan previsibles no parece que usted sea un escritor original.

Después de atusarnos el pelo, no mutuamente, cada uno el suyo, él el poco que le queda y yo mi frondosa melena, me ha dicho que adelante, que vale, que qué tiene que hacer. Le he propuesto que se llame Jorge, que sea representante de una empresa que vende felicidad y que tenga un accidente justo cuando vaya a entregar el último pedido en esta ciudad: a una anciana que vive sola.

Se ha empezado a reír y me ha dicho que es ingeniero de caminos, que está en la ciudad para visitar a un sobrino y que me ha atendido porque no tiene nada mejor que hacer hasta dentro de unos minutos, que llegará la hora convenida para ingerir una cerveza con su pariente. Los sobrinos no son muy asiduos de los cuentos de Navidad, tampoco las sandías ni las libretas con tapas amarillas o las papeleras. Los abrecartas, abrigos, bufandas y los billetes de banco o lotería, sí. Para evitar el silencio, que en las novelas malas siempre es espeso, pero que en esta ocasión era líquido, voluble, grácil, breve, me ha dicho que tenemos semejanzas. En efecto, «yo construyo caminos y tú construyes historias». Ha sido entonces cuando me ha dado por pensar qué pasaría si cambiáramos nuestras profesiones. O sea, yo aplicaría los principios de la literatura a la hora de construir una carretera y él usaría cálculos para elaborar un cuento. Tal vez saliera un cuento previsible. No digamos nada del tipo de camino o carretera que podría diseñar, llena de curvas, fantasiosa, plagada de distracciones y giros inesperados. Con un final imprevisible.

Ha vuelto el silencio. Y el sobrino sin llegar. Jorge en realidad se llama Antonio y exige salir con su nombre. O eso, dice, o «me pongo yo a escribir y te pongo a ti de personaje». Nos retamos con la mirada. Te llamarás Pelayo y serás un encuestador callejero pesado, me dijo. Lo dejé ir.

Abordé al siguiente viandante. ¿Tiene un momento?, le dije. Vaya personaje estás tú hecho con tanta encuestita, Pelayo, me espetó el desconocido. Apretó el paso volvió la cabeza y añadió: feliz Navidad, hombre.

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