Caminos de la ciudad

Colores en el Plano de San Francisco

José Luis Martínez Valero

Un cuadro resulta de colocar líneas y colores sobre diversas superficies planas que, para ser contemplado, se instala en una pared. La posición vertical de espectador frente a la posición del cuadro conforman dos líneas paralelas en potencial diálogo.

Hay pintores luminosos y pintores oscuros, algunos tanto como aquellas pinturas negras de Goya, cuya fuerza dramática, simbólica, profética han sido consideradas esenciales para entender la complejidad del hombre y su mundo. En Gauguin sus personajes parecen sumergidos en una luz celeste, tienen algo de dioses desterrados. Van Gogh descubrió la tragedia de los colores, su Trigal con cuervos es definitivo. Esteban Vicente solía decir que el color es la luz.

Recuerdo cuando los pintores murcianos descubrieron el paisaje de las minas en La Unión, en Portmán, de repente encontraron que la naturaleza misma era un cuadro, bastaba tomar nota de aquellas paredes con rojos, amarillos, negros.

No fueron suficientes aquellos montes carcomidos, agujereados, a veces con balsas de un barro gris que aún apestaba; fue entonces cuando se aproximaron, ya no veían el cielo, solo era aquella roca primigenia, el abstracto estaba ya allí, en aquellos muros abiertos con barrenos. Descubrieron que la Cueva Victoria, al pie del monte del paraje de San Ginés de la Jara, con sus rosetones por los que penetraba la luz, podría ser comparada con una catedral. La naturaleza unas veces conserva memoria de su origen y, otras, el artista encuentra su propio origen.

Aquel descubrimiento fue un suceso que podría haber dado un vuelco al paisaje, se orientó en algunos casos hacia la corriente social, las minas abandonadas testimoniaban la falta de trabajo, la dureza, la enfermedad. El cante de las minas, aquel entrañable Asensio Sáez, floreció y puso a La Unión en la cumbre, sus premios continúan descubriendo figuras, mientras las heridas en la piel de la tierra se van confundiendo con el paisaje. Los colores se oxidan y oscurecen. Bajo la falsa bahía de Portmán permanece el mar a la espera de ser rescatado. Su puerto como un viejo bote duerme tierra adentro, los noráis impasibles están a la espera de que vuelvan los barcos y amarren tranquilos. Ramón Alonso Luzzy, por haber trabajado en sus óleos los arenales de La Manga, supo aproximarse a esas rocas.

La vida, el ejercicio de la profesión, el tiempo y su memoria nos colocan en la historia, somos porque continuamos. Nuestro futuro se baña en las viejas fuentes. Con el pasado se puede sostener un diálogo, tratamos entonces de encontrar las claves, el secreto que fue su hacer. A menudo se procede a una interpretación, el artista descubre puntos y planos que habían quedado al fondo del cuadro. Otras veces, el espectador descubre el parecido.

De repente en nuestro Plano de San Francisco, entre el Almudí y Verónicas, se han instalado unas exposiciones de contenido no habitual. Escavy con su Suite; Menárguez con sus volúmenes, refugios, retratos, experiencia plástica y escrita. En Verónicas, Miguel Fructuoso, blanco de Malévich, entre místico y profano.

Algunos confunden esa atmósfera común que tienen los años con la imitación, nada más lejos, el parecido es una servidumbre necesaria. Hay un estilo propio, un uso de los materiales, instrumentos, colores, una luz, tamaños, telas, papel, cartón, maderas que ofrecen texturas propias que nos permiten identificar al autor. Como si se tratase de un alfabeto propio. Los signos estaban ya ahí, Champollion les puso voz. La originalidad de un alfabeto no significa su propiedad. En el arte la continuidad no es repetición.

Conviene recordar a Kandinski cuando afirma que colores, formas y sonidos existen porque vibran, porque por su impulso él mismo vibra. Se crea así una comunión tanto sensual como mística. Cuando trata sobre la tela vacía, alude al temblor que siente ante el espacio en blanco. Así como hay ópera o canciones, letra y melodía, también hay melodía sin letra. Del mismo modo desde hace veinticinco años, dice Kandinski, hay cuadros sin objeto, abstractos.

Ricardo Escavy trabaja el espíritu de la Bauhaus, los colores nítidos, el alfabeto de Kandinski y Malévich, ambos configuraron un mundo en el que la línea, el plano y el punto supusieron una nueva mirada sobre el universo. A veces el paisaje urbano parece ser un reflejo del paisaje cósmico, atrapa el movimiento, de modo que, cuando el espectador contempla esos cuadros, vislumbra no un mundo interior, sino el interior del mundo, su continuo cambio.

El autor ha unido música y pintura, este encuentro tiene lugar en el tiempo. ¿Cómo representarlo? Quizá ese espacio limpio en el que se destacan las figuras. Cuando el espectador en una superficie por naturaleza estática, percibe el movimiento, el pintor logra el oxímoron que ha perseguido.

Esta ruptura con la mirada tradicional, puede provocar cierto desconcierto. El espectador se encuentra ante líneas, planos y puntos de un color intenso, puro. El rojo, el negro, el azul. El pintor ha devuelto a su origen estos colores que, por un efecto sonoro, parecen flotar.

El cuadro deja de ser un mundo plano sobre el que se acomodan imágenes y pasa a ser un espacio aéreo. Asistimos a una metamorfosis. Recuerda al gusano de seda que teje una cápsula donde tiene lugar la conversión más hermosa: de larva pasa a crisálida, para finalmente ser mariposa.

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