Todo por escrito

El fin del mundo

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

La primera vez que viajé a Hong Kong lo hice con los párpados cerrados. Paseé por los fascinantes y oscuros callejones de la isla, surqué la bahía de Kowloon, escuché hablar en cantonés, visité la estatua de Bruce Lee en Tsim Sha Tsui, vi mandrágora y compré Po Chai Pills en una tienda de medicina tradicional, subí a The Peak –donde me cayó un aguacero-, trabajé como conductora del Ding Ding (el tranvía de allí), me comí un burrito en el SoHo, contemplé partidas de mahjong en el Victoria Park y me perdí entre los rascacielos de Nathan Road. Dormida, visité la ciudad que, años después, conocería en persona.

Como nos pasa a todos, degustar el primer café de la mañana en la tranquilidad del hogar y con la bata puesta me proporciona paz y bienestar, pero el latir de ciudades exóticas, las culturas lejanas y los códigos ininteligibles conectan con una parte atávica de mi psique, que me estimula y empuja hacia el abismo de lo desconocido.

Hay personas que sienten nostalgia por aquello que han vivido y dejado atrás. Disfrutan rememorando el pasado y revisitando esos lugares y momentos que atesoran en su memoria. Sin embargo, existen otro tipo de sujetos que, en lugar de recrearse en el ayer, se proyectan hacia el futuro. Son aquellos cuya naturaleza los lleva a evocar un tiempo que todavía no ha llegado y que fantasean con destinos en los que jamás han puesto un pie.

Los alemanes tienen una palabra concreta para explicar esa pulsión interior: ‘fernweh’ o ‘nostalgia a la inversa’, como la definió el escritor Vladimir Nabokov, es decir, el anhelo de una tierra en la que nunca se ha estado. ‘Fern’ significa remoto o lejano y ‘weh’ dolor o enfermedad.

Se trata, por tanto, de la añoranza de países extraños o ‘pasión por viajar’ (los ingleses lo traducen como ‘wanderlust’ y los chinos como ‘liúlàng pǐ’, que sería algo así como la adicción a sentirse perdido o vagar por el mundo).

Esa atracción y deseo irrefrenable hacia lo desconocido, la inquietud por explorar nuevos territorios y enfrentarnos al viaje es el motor que mueve a la humanidad desde el principio de los tiempos. De hecho, sin esa sed insaciable jamás hubiéramos bajado de los árboles y abandonado la fácil subsistencia de los bosques, millones de años atrás.

El viaje está en nuestro ADN: dio origen a nuestra especie y también es el punto de partida de las grandes obras de la literatura universal, desde las peripecias de Ulises en la Odisea hasta las aventuras de nuestro ingenioso hidalgo Don Quijote.

Desde el momento en que abandonamos el hogar de nuestros padres y conquistamos la anhelada independencia, el ‘fernweh’ es responsable de gran parte de nuestras acciones y el impulso que guía nuestros pasos, aunque no conozcamos su definición ni seamos capaces de nombrarlo.

El ‘fernweh’ supone un desafío para los guardianes de lo conocido, cuya misión no es otra que poner límite a nuestra aventura y disuadirnos de emprender el viaje. De manera que, como si fuésemos Cristóbal Colón en su expedición a las Américas, intentarán amedrentarnos con aquello de: «Después de esto no hay nada, el vacío, ¡el fin del mundo!».

Pero la pulsión del ‘fernweh’ es siempre más poderosa que el miedo y nos lleva a lanzarnos a ese mar sin orillas que es el mundo. Medirnos con la incertidumbre e intentar saciar esa sed de curiosidad innata nos permite crecer y desplegar todas nuestras potencialidades. Superar las fronteras de lo conocido nos conduce hacia cimas que nuestros antepasados jamás soñaron alcanzar.

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