La Opinión de Murcia

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Entre letras

Autenticidad de la vivencia

Teresa Vicente (Murcia, 1957), tras una consolidada trayectoria como poeta y narradora, acaba de publicar un libro diferente, La silla blanca, que ha editado la Colección Sudeste. Ha demostrado en sus anteriores obras sensibilidad e ingenio y, sobre todo, ha sabido convencer a sus lectores con su palabra sincera. No se trata, sin embargo, de una nueva entrega más de su poesía, porque este volumen recoge de forma monográfica los poemas surgidos durante la dilatada etapa de convivencia con la madre, enferma y dependiente, a cuyos cuidados asistió Teresa con puntualidad, devoción y amor, mucho amor.

Por todo ello el lirismo de la obra viene no solo sugerido sino garantizado porque el volumen plasma la autenticidad de unas vivencias, comunes a muchos mortales, en las que el dolor ante la ausencia inconsciente del ser querido, sus incapacidades para comunicarse y las tremendas limitaciones a que se ve sometida esa convivencia desarrolla una pasión singular, en la que el dolor y la pena no menoscaban sin embargo la constancia en la abnegación y sobre todo el tesón imprescindible para transcurrir con la damnificada y convivir con ella sin rendirse ni claudicar.

Y no son, con ser muy altos, esos méritos asistenciales y humanitarios los que dan categoría literaria al libro, sino la capacidad de la escritora para establecer, dentro de los parámetros de su estilo y siguiendo muy de cerca su idioma natural y sin artificios, una palabra poética especial y concreta para este libro. Singular sin duda porque asistimos a los denodados esfuerzos cotidianos por recuperar la palabra y establecer el vínculo de la comunicación natural. Lo que recoge la poeta en esas escenas fugaces, en unos auténticos cuadros domésticos, en los que el lector descubrirá vida, pasión, pero también experiencia cotidiana del sufrimiento ante lo inevitable y la desolación ante la tristeza del presente.

El poema se convierte entonces en testimonio y en catarsis porque atestigua verdades y suministra realismos mientras pone de manifiesto algo que se dijo al principio: pasión y sobre todo amor. Y en muchos de estos poemas, junto al relato de la cronista de una historia afligida e implacable, surgen asuntos que dotan a esta poesía de ejemplaridad humana y de categoría literaria, cuando aparecen en el horizonte reflexiones sobre los asuntos de siempre: el amor, el trascurrir del tiempo, la muerte, el destino. Porque lo que ha acuñando y establecido en este libro suyo tan auténtico Teresa Vicente no es sino una poética de la consumación, que evoca al Vicente Aleixandre más lírico de senectud. Vivir día a día este proceso degenerativo, desafortunadamente tan habitual, pero al mismo tiempo tan desencadenante de devoción humanitaria, es el acierto mayor de este libro, porque sus poemas contienen ante todo la realidad de una existencia.

Un poema antológico entre los cuarenta que componen el libro es el que prestará su título al volumen, porque en esa «silla blanca» se sintetiza y se intensifica cuánto hay de devoción y pasión en el libro. La inmersión en las oscuras galerías del alma irracional conmueve en su verdad, pero al mismo tiempo descubre el consuelo de una escritora que, en este caso, ha querido enfrentar un reto complejo que ha sabido superar con soltura. Y lo ha hecho bien porque su palabra poética ha estado dotada de dos ingredientes imprescindibles: originalidad y autenticidad. Y ha sabido decir bien porque ha logrado coherencia y cohesión para un libro compuesto de muchos impulsos diversos y algunos asombrosos, pero todos unidos en un mismo estilo de verdad que es vida, aunque la proximidad de la frontera fatal avise del inexorable destino.

La palabra poética de Teresa Vicente añade otro componente que eleva la categoría de su libro: el diálogo del yo lírico con la madre que constantemente aparece y reaparece en los diferentes poemas, conversación sin respuesta que solo a cambio recibe ocasionales e irracionales gestos expresivos y palabras abandonadas a su suerte sin significante ni significado.

El poder de la palabra, impedido en su natural trascurrir, genera un clima de ansiedad personal, piadosa y también poética, de una gran envergadura, porque representa bien la dimensión del dolor que este libro contiene y expresa desde el principio hasta el final. Sobre todo, cuando se recuperan recuerdos del pasado, de la infancia, de la adolescencia, o cuando la figura del padre comparece en el entorno familiar y doméstico más íntimo y privado. Palabras y diálogos, frases que vienen desde la sinrazón a enfrentarse al presente real y conforman encuentros verbales que recuperan pasados y revelan presentes tristes y complejos. Acaso, por todo ello, este libro, en su riqueza expresiva, merece una muy detenida lectura y una alta valoración.

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