Las Trébedes

Chomsky no entra en mi clase

Ilustración

Ilustración / Leonard Beard

Carmen Ballesta

Una profesora de Filosofía, con décadas de experiencia, lee en prensa una interesante entrevista a un gran y polémico pensador, Noam Chomsky*, que a sus años (acaba de cumplir 94) sigue lúcido y dice cosas muy interesantes. Su primera idea es «la copio y la llevo a clase». En otro tiempo, la habría llevado, se la habría recomendado a sus alumnos de Bachillerato o incluso habría propuesto su lectura, que habría generado un interesante debate (en el que se habrían introducido y aclarado diversos conceptos de las ciencias sociales) acerca de los temas que plantea y sobre todo de las implicaciones ético-políticas de la conducta de los ciudadanos en el mundo que hay y en el que quieren que haya.

Un instante después, la profesora descarta tal cosa. No tiene sentido. Plantear la ocasión y animar a la reflexión en su clase de Filosofía ya no tiene sentido, tiene que rendirse a la evidencia. No tiene sentido pretender educar en pensamiento crítico a estos alumnos, que malamente saben leer. No tiene sentido cuando cualquier idea que no coincida con las suyas (que en realidad no son genuinamente suyas, claro está) es considerada directamente mentira, y el criterio o las ideas del mejor experto serán despreciados con total suficiencia, pretendidamente en nombre de su libertad de pensamiento y de expresión. Estaría bien el rechazo, si permitiera la discusión y si no fuera porque la mayoría de ellos, los que hacen esto, prácticamente carecen de capacidad de pensamiento y de expresión sensu estricto.

Lo natural en adolescentes es ver el mundo en blanco y negro, estar persuadidos de su criterio para distinguir lo verdadero de lo falso, desconfiar de lo heredado, tener ganas de cambiar las cosas y, hasta hace poco, de discutir las ideas… Desde hace ya varios cursos, según su experiencia reciente, puede que tengan algunos de estos rasgos, aunque muchos alumnos se han acogido al privilegio de su mal entendida libertad, se diría que en detrimento de su dignidad racional, pues están dispuestos a afirmarse contra viento y marea en ‘sus’ ideas independientemente de que contengan absurdos, contradicciones, peticiones de principio y toda la gama de falacias formales e informales que puedan darse.

Aún resuenan en su cabeza las palabras pronunciadas recientemente en un debate parlamentario en el Congreso: «Somos moralmente superiores», decía un diputado de Vox a gritos; «nosotras somos más», respondía una ministra de Podemos también a voces. ¿De verdad todo lo que en el debate público se va a contraponer es el número? ¿De verdad alguien compra hoy en día tal certificado de ‘superioridad moral’? Desgraciadamente, la parte de ciudadanía que puede considerar representada por su alumnado dice sí al grito, a la falta de argumentación, al insulto, pero particularmente rechaza cualquier razonamiento y en especial si es contrario a su postura. Y este hecho no es casualidad ni algo caído del cielo.

Ella da clase en un instituto (’centro público’ se dice ahora, y es significativo), en un barrio humilde en todos los sentidos (’de nivel socio-económico y cultural medio-bajo’ se dice ahora), a adolescentes que en su gran mayoría no querían estudiar bachillerato pero no han tenido plaza (pública, ergo gratuita) en FP y cuyos padres no quieren que estén por las calles (’apedreando perros’, se decía antes).

Siempre ha tenido alumnos así, sobre todo en los institutos ubicados en zonas pobres. Lo que ha cambiado es la proporción. Ahora son masa crítica, ganan por número y no hay forma (al menos ella no la encuentra) de arrancarlos de su desidia y autocomplacencia. Ella comprende que Chomsky puede quedarles lejos, pero no comprende que crean ser felices, que se nieguen en redondo a trazar un mínimo de proyecto vital, a intentar esforzarse por conseguir alguna meta, la que sea. Su tristeza es grande, porque la formación académica ya no ofrece seguridad de tener un trabajo no alienante y un salario digno.

Es el maldito determinismo social, lo sabe, esa lacra que su generación (la primera de tantas familias españolas en acceder a la universidad) creyó en que se mitigaría con la educación pública. Pero ¿qué futuro espera a estos alumnos, aunque se esfuercen? La incertidumbre que caracteriza nuestra época es lacerante para los hijos de padres inmigrantes, o de padres con trabajos precarios y poco cualificados, o de mujeres solas y pobres.

Parece que todo son amenazas. Hace tiempo que piensa y dice que la escuela no puede seguir ofreciendo lo que ofrece (casi lo mismo que hace cincuenta años, y con ene leyes orgánicas de educación mediante), si de verdad ha de cumplir su función de favorecer la igualdad de oportunidades.

Y a pesar de todo, ella cada día se levanta inexplicablemente con la ilusión de lograr sacarlos adelante, confiando contra todo pronóstico en que antes de final de curso habrá logrado que piensen un poco lo que piensan, o que al menos se hagan conscientes de que prefieren no pensar y que esa actitud sea elegida en lugar de determinada sociológicamente.

* https://ethic.es/entrevistas/noam-chomsky-entrevista/

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