Lecturas comentadas

Una serena peregrinación sufí a Murcia

Santiago Delgado

Luego de la lectura de la novela de Fawad Hussain, Murcia, tras las huellas de Ibn Arabi (La Fea Burguesía) nos queda un poso sereno, como de cenizas que nunca ardieron en tanto que brasas, en el espíritu. Algo así como la zarza ardiendo de Moisés en la Biblia o el Corán. Esta novela se lee con el espíritu, no con el cerebro. Tampoco con el corazón. Tiene un aspecto parcial de novela de viajes, con un triángulo muy nítido: París, Damasco y Murcia. Y en su epicentro, una doble figura, como la de Jano: el novelista e Ibn Arabi. Un agnóstico, y, acaso, el mayor creyente en el Único: el mursí del siglo XIII Ibn Arabi. Farramarz, el protagonista…; o, mejor, el espectador privilegiado de la novela, es llamado desde su acostumbrado y, a su manera, muy amado París, a Murcia, para hablar de Ibn Arabi y los exilios. A partir de ahí, con una prosa sencilla, eficaz y muy humilde –a la par que muy bien traducida– se desarrolla el tiempo narrativo. Farramarz cierra el círculo ibnarabiniano visitando la ciudad donde nació el místico sufí. Vive en París, y ya conoció el Damasco de la tumba del sufí.

La novela tiene muchos aspectos: es una lección de filosofía de la Historia por una parte, la erudición sencillamente expuesta del protagonista concede a la narración cierto aspecto de novela de conocimiento, que lo es. Pero, además, es una novela en búsqueda de sí mismo. Un viaje interior, del que, al menos en apariencia, sale indemne el personaje. ¿Puede un agnóstico peregrinar? Desde luego, si lo hace con el respeto y cariño al personaje, inconmensurable, al que visita, sí.

Pero conocimiento no es sabiduría. La concordia entre un increyente y el mayor sufí de la Historia es sabiduría. Sobre todo cuando ambos coinciden en la Tolerancia como bien supremo. Todo lector de la novela sale conociendo quién fue Ibn Arabi, que no es poco. Fawaz lo muestra cabalmente, en una doble radiografía: biográfica exterior, y anímica o interior. De la formación en La Sorbona, de personaje y autor, no se podía esperar otra cosa. Y junto a ese doble retrato del místico, asistimos a una minuciosidad de plano callejero de las tres ciudades que, como personajes mismos, se muestran en la novela. Las calles, plazas, monumentos, detalles urbanos, etc., adquieren personalidad propia, no accidental. Una ciudad no es tan sólo su nombre, su etimología o su historia. Es también el laberinto, mediterráneo y/o cartesiano, según la naturaleza de su origen.

Es una novela para todos, cualquiera que sea la concepción del mundo que se tenga. Porque hay un ser, el protagonista, que aceptando su insignificancia personal, aunque rodeada de buen conocimiento universitario, contempla, serena, objetivamente, la inmensidad de la figura del místico Ibn Arabi, acaso el humano que más cerca estuvo de Dios, el Hacedor.

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