LIMÓN&vinagre

Se paró en un semáforo y fue el Señor Lobo

Lluís Prenafeta

Josep María Fonalleras

Cuando Lluís Prenafeta estuvo en la prisión de Soto del Real, entre octubre y noviembre de 2009, reclamó a los funcionarios cómo es que no le hacían la cama cada mañana. También preguntó cómo no servían vino durante la comida. Es evidente que aquel hombre bajito y rechoncho que había mandado tanto en Catalunya durante la década de los 80 (entre 1980 y 1990) vivió una pesadilla, encerrado entre rejas a causa del caso Pretoria. Salió bajo fianza en diciembre y pasó los siguientes meses escribiendo un libro que precisamente tituló El malson. En la presentación de aquellas memorias carcelarias lloró y utilizó el adjetivo ‘kafkiana’ para explicar su experiencia a raíz de aquella oscura trama de sobornos y corrupción urbanística en Santa Coloma de Gramenet. En ese acto reivindicativo Prenafeta se negó a firmar el libro, porque dijo que «no es un libro para dedicar, sino para llorar».

Lluís Prenafeta

Lluís Prenafeta

Un papel aprendido. Prepotencia y tendencia al sentimentalismo de baja estofa son dos características del personaje. Y altivez y un algo disimulado tono burlón, empapado de cinismo. Quizá tenga que ver en ello que, de jovencito, dicen que estudió en el Institut del Teatre. Debió aprender el papel de la arrogancia mezclada con el desdén y la prosopopeya, con una afectación que combina la falsa modestia con el arrebato sentimental.

Después de esos pinitos teatrales, fue viajante de maquinaria textil de empresas italianas y, un día, al regresar de una de sus excursiones comerciales, se detuvo en un semáforo, levantó los ojos y vio un cartel. Fue, si se puede llamar así, una iluminación. De hecho, lo dice él mismo en la serie de David Trueba y Jordi Ferrerons, el delicioso, ilustrativo documental La Sagrada Familia, sobre el clan Pujol. Prenafeta vio el cartel de CDC con la imagen agrandada de Jordi Pujol y decidió formar parte de la historia: «Mira, me voy a apuntar», dice. Y, a partir de ahí, una sectorial, un contacto estrecho con Marta Ferrusola, la vía de entrada más directa al futuro presidente, y la llegada al poder de esa primera Generalitat en la que solo había dos personas: «Mira, Lluís», le dijo Pujol, «la Generalitat somos tú y yo».

La Sagrada Familia es, de hecho, el perfume destilado de una época. Quizás no dice nada nuevo, pero explica, con un excelente guion y un montaje preciso y didáctico, las vicisitudes de unos años que conformaron la Catalunya de finales del siglo XX (y la de ahora, no nos engañemos) . Más allá del dibujo de la trama familiar, sin embargo, nos topamos con la aparición de dos personajes que, por sí solos, merecerían incluso otro documental. Uno de ellos es Josep Pujol, el tercer hijo. El otro, Prenafeta, que regresa del país de los olvidados para ofrecernos una representación colosal (deformada por los años, pero vigente en la esencia) de lo que significó su paso por la Generalitat.

No sé si recuerdan esa película de Tarantino que se llamaba Pulp Fiction. Sale un personaje, interpretado por Harvey Keitel, que se hace llamar Mister Wolf, el Señor Lobo, y que se dedica a solucionar problemas, que es un eufemismo para que entendamos que puede hacer lo que sea. «Soy el Señor Lobo», dice, «y soluciono problemas; no tengo por qué decir por favor, entérese amigo, he venido a ayudar». Prenafeta vino para ayudar. Lo dice Jordi Amat en el documental: «No era un pata negra de Convergència, pero era el que solucionaba problemas». Y lo remacha el periodista Maiol Roger cuando afirma que suplió la figura paterna en el sentido de decirle a Pujol: «Tú no te preocupes». Pero una de las mejores definiciones es la de Josep Pujol. Dice que Jordi Pujol no sabía arrancar una máquina, no servía para ‘jefe de fábrica’. En cambio, Prenafeta, sí. Fue, pues, quien hacía funcionar el mecanismo, el que ponía en marcha el motor, el que controlaba la producción.

Hay dos momentos estelares en esta aparición en La Sagrada Familia. El primero, cuando conmina a quien sea a decir que «el señor Prenafeta ha entrado en temas de corrupción». En el 2017 admitió los delitos por los que era acusado, pero eso da igual. Lo hizo para que su mujer no tuviera que pasar «por un juicio absurdo». El segundo, majestuoso, inquietante, con una americana que le baldea, frotándose las manos como un malo de serie B, con la papada de un anciano socarrón, es cuando dice que en la antigua Grecia ya hay había triquiñuelas: «Si ha habido algo de corrupción no digo que no, pero es consustancial».

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