ESPACIO ABIERTO

Contra las violencias machistas

Colectivo de Mujeres por la Igualdad en la Cultura

Este pasado viernes, 25N, se han vuelto a celebrar en todo el Estado español cientos de manifestaciones en contra de la violencia de género. Hay motivos para manifestarse porque la violencia machista sigue siendo el rayo que no cesa: 1.171 víctimas mortales por violencia de género desde el 1 de enero de 2003 hasta el día de hoy, según datos del ministerio de Igualdad. Y también hay motivos para la preocupación porque crece entre los jóvenes la negación de la violencia machista. Para ellos (sobre todo para los chicos, aunque también algunas chicas) este tipo de violencia no existe, de manera que no hay razón para establecer protocolos que conduzcan a su erradicación.

Pero existe, aunque la nieguen. Hombres y mujeres aprendemos la violencia (quién debe ejercerla, quién recibirla, cómo, en qué casos…) a través de numerosas vías. Los transmisores culturales, por supuesto, son un elemento central de ese aprendizaje. Un ejemplo: la bofetada que le da Glenn Ford a una bellísima Rita Hayworth en Gilda nos dice que él, el agresor, es un hombre serio y formal y que ella es una casquivana. También nos dice quién está al mando y quién debe obedecer. Al mismo tiempo confiere a la violencia contra la mujer una enorme carga de glamour, de acto conveniente y très comme il faut. Pero la violencia fuera del cine no es bella, no es glamourosa, no es brillante, contiene gritos, sudor, mocos, lágrimas, sangre; es fea, es retorcida, aunque eso ya da igual porque el acto violento ha quedado legitimado por la vía de la estilización artística. El hombre que golpee a una mujer podrá verse a sí mismo como Glenn Ford, aunque sea Torrente.

Sabemos que el cine no inventa nada: recoge lo que hay en la sociedad y lo devuelve procesado. Un programa de televisión recupera un reportaje hecho en los años 90 a pie de calle en el que se preguntaba a los hombres por los derechos de las mujeres y deja declaraciones de una violencia interiorizada y naturalizada, una violencia nuestra, de andar por casa: «Si la mujer es una guarra pues le tiene que partir el marido la cara», comenta un señor ante las cámaras. «Ese hombre tiene que coger a esa mujer y matarla», opina un segundo. «Si veo que la mujer se está pasando le tendré que dar un correctivo», añade otro. De ahí venimos.

La violencia no es casual, no es un caso aislado y no es obra de un loco. No. La violencia contra la mujer no es aleatoria, cumple un objetivo: es un mecanismo estructural de control, como vemos en el ejemplo anterior. No son unos perturbados que golpean a las mujeres porque en realidad son muy poco ‘hombres’ al enfrentarse a alguien débil, como dice el discurso más rancio. De hecho, son muy ‘hombres’ (cuando hombre es igual a macho, no cuando hombre es igual a ser humano) porque obedecen a rajatabla los dictados de su imperativo: si ellos no ejercen el poder hasta sus últimas consecuencias, entonces no son lo suficientemente hombres.

Y hay muchas formas de violencia, algunas de ellas invisibles. La violencia visible es la que manda a la mujer al hospital. Las invisibles son numerosas y muy variadas, ya que esta no se presenta de pronto, se suele anticipar y anunciar con comportamientos que incluyen desprecio y humillación.

El avance imparable del feminismo que se puso de relieve en las masivas manifestaciones de 2018 y en la viralización del fenómeno del #metoo ha tenido una reacción por parte del machismo, una reacción dolida y rencorosa. Como si de niños malcriados se tratara, los machistas piensan que el avance de las mujeres es inmerecido, exagerado, innecesario, que mina sus intereses y que acabará por destruir la sociedad tal y como la conocemos. Porque para ellos la mujer debe volver a ocupar su histórico papel de servidora de los hombres, que para eso fue creada.

Y en ese brote de rabia y frustración juega la violencia un papel incuestionable. Justamente por eso, nuestra presencia en las calles reclamando más feminismo sigue siendo necesaria.

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