Dulce jueves
La libertad
Enrique Arroyas
Vosotros, los que leéis estas líneas, representáis el mayor peligro para el país». ¿Imaginan que reciben una carta que empieza en estos términos? No parece la mejor manera de ganarse la benevolencia del destinatario, si acaso su atención por lo impertinente. La empatía no era el punto fuerte de Ayn Rand, una escritora y filósofa rusa que escapó de los bolcheviques para hacerse estadounidense y dedicar su vida a defender la libertad individual frente a la opresión del Estado y el capitalismo como único sistema ético. Amaba el capitalismo como un león ama la selva. Era una extremista, pionera de los ‘libertarios’, liberales partidarios de un Estado reducido al mínimo. Entendía la libertad como pura autonomía separada de cualquier compromiso social. La solidaridad con el prójimo solo era una trampa para crear esclavos. A mí no me cae bien. Era prepotente, egocéntrica, despiadada. Debió de ser todo cerebro, una mente superdotada, sin corazón. Sin embargo, para enfrentarse a las amenazas de su época, los tiempos de la segunda guerra mundial y la consolidación de la cultura de masas, su fría racionalidad sirvió para dar la batalla de las ideas e identificar con claridad quién era el enemigo. Su objetivo era librar «la lucha entre individualismo y colectivismo, pero no en la política, sino en el alma humana». La lucha entre pensar libremente y obedecer, entre la valentía y la sumisión. El enemigo era cualquier forma política que pusiera lo colectivo por encima de lo individual, ya sea la nación, la raza, la clase o el pueblo. El fascismo y el comunismo obedecían a la misma lógica, la opresión del Estado sobre el individuo en nombre de un ideal. Sacrificar al individuo sería el primer paso hacia el totalitarismo.
Escribió aquella carta abierta a los ciudadanos americanos mientras el fascismo avanzaba imparable en Europa y como una forma de hacerle frente desde el convencimiento de que el origen del mal estaba en las ideas antes que en los ejércitos. «El totalitarismo ya ha ganado por completo las mentes de muchos estadounidenses y ha conquistado toda la vida intelectual del país. Vosotros habéis contribuido a ello. No os engañéis sobre el peligro. Ya veis lo que sucede en Europa. ¿Qué otra prueba necesitáis? No digáis solo: eso no puede pasar aquí». El virus que mata la libertad se propaga gracias a la indiferencia, que es el síntoma más grave de una sociedad enferma.
Entre el rebaño y el individuo no hay nada, advertía Ayn Rand, que terminaba su carta con estas palabras: «El mundo es un lugar hermoso y merece la pena luchar por él, pero no sin libertad». Después de todo, puso corazón en su alegato. Era una apasionada de la libertad, en ella puso todo el fuego de su personalidad indomable. Defender la libertad, el derecho a pensar por uno mismo y a elegir cada uno su vida es el punto de partida innegociable frente a un mundo que trata de esclavizarnos de múltiples maneras. Otra cuestión ya es qué hacemos con la libertad.
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