La Opinión de Murcia

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Pasado a limpio

Barrionuevo en el reino de las sombras

Un ministro del Interior no puede convertirse en un capo mafioso para quien la Constitución es menos que un póster en la pared

José Barrionuevo, ministro de Interior de Felipe González, condenado por el caso GAL.

Hace unas semanas se cumplieron cuarenta años de la victoria del PSOE de Felipe González. La pátina que el tiempo da a los metales mantiene afanosos a los numismáticos. También los acontecimientos que vivimos adquieren una tonalidad distinta con el transcurso de los años. Si la mirada siempre es subjetiva, la retrospectiva atraviesa un cristal cromático, tan variado como lo haya sido nuestra experiencia.

Para muchos, Felipe González fue un presidente más que notable. Puso broche a la transición con un Gobierno que modernizó el país, desde la industria pesada a las vías rodadas, pasando por el Ejército y las relaciones diplomáticas. Las elecciones generales de 1982 fueron un clímax político sin parangón. La izquierda volvía a gobernar después de más de cuarenta años. La ilusión se reflejaba en los rostros de muchos. Las victorias de la izquierda casi siempre tienen algo de lo que carece la derecha, un halo de esperanza. La derecha vence para navegar por la derrota conocida. En aquel octubre del 82 se percibía un cambio de rumbo.

Coincidiendo con el aniversario, una entrevista a Barrionuevo en El País nos devuelve a las sombras tenebrosas de aquellos años. La entrada en la Comunidad Económica Europea nos sumó a Europa y Occidente después de siglos de ausencia, la OTAN desterró las veleidades golpistas del viejo estamento militar y las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla nos situaron en el escaparate internacional. Ya se recuerda menos la dureza de una reconversión industrial sin los EREs de la pandemia, el cierre de las minas carboníferas y los sacrificios en la flota pesquera, del ganado vacuno o de las vides viníferas. Tan esquiva es la memoria de las penurias que ni siquiera veo proyectado El año del descubrimiento, el documental que ganó el Goya en 2020 con una visión de la Cartagena que incendió la Asamblea Regional, poniendo velas a un edificio de un modernismo pastelero y trasnochado donde se escribe la historia más bochornosa del transfuguismo.

Barrionuevo confiesa algunos de sus crímenes. Que ordenó capturar al etarra Larretxea en territorio francés, pero los guardias civiles acabaron detenidos por la gendarmería francesa cuando no pudieron meterlo en un maletero, generando un conflicto diplomático que el entrevistado trata de minimizar. También ordenó la liberación de Segundo Marey, secuestrado en Francia por un ‘comando’ policial y retenido en Cantabria durante nueve días que le costaron la salud, pocos meses antes de morir. La entrevista tiene un tufillo de justificación que recuerda aquella frase carcelaria del personaje que interpretaba Morgan Freeman en Cadena perpetua: soy inocente, pero la cagó mi abogado. Reconoce que Marey no era etarra, pero dice que era del ambientillo. La excusa da repugnancia.

No hacía falta que Barrionuevo confesara los crímenes, porque ya fue condenado por el Tribunal Supremo. El gobierno de Aznar les concedió a él y a Rafael Vera un indulto parcial y sólo cumplieron tres meses de prisión. El periodista pregunta si Amedo también debía haber sido indultado, aquel policía que frecuentaba los casinos como un James Bond hispano, un figura.

Los GAL nos remiten al problema de los fines y medios. En nuestro ordenamiento, la ley es garantía de justicia, de manera que no permite los atajos. Por muy malos que sean los malhechores, tienen derecho a un juicio con todas las garantías, que reducirá la posibilidad de condenar a un inocente aunque eso suponga la liberación de algún culpable. Segundo Marey no era un terrorista y su secuestro fue un delito de detención ilegal, agravado por el hecho de ser cometido por policías. Larretxea estaba más allá de los límites del país, de la jurisdicción de los tribunales y de la competencia de la policía española. Un ministro del Interior no puede convertirse en un capo mafioso para quien la Constitución es menos que un póster en la pared.

El general Galindo, profusamente laureado, condenado a 75 años por el secuestro y asesinato de Lasa y Zabala en el cuartel de Intxaurrondo, castillo de los horrores, fue excarcelado a los cuatro años. La identificación de los cuerpos enterrados en cal viva fue más laboriosa.

Cuando el Estado ostenta el monopolio de la violencia, solo los órganos competentes pueden hacer uso de la fuerza conforme a normas estrictas que regulan esa potestad. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad, como muy bien aprendió Damocles cuando el Tirano de Siracusa le cedió su trono, sobre el que pendía una espada sujeta al techo con la crin de un caballo. Si se utiliza el poder arbitrariamente, nadie puede asegurar que se hará con justicia, pues quien se corrompe una vez lo hará una segunda.

Si el terrorismo es repugnante a la democracia y al sentido de humanidad, hay algo aún más deleznable: el terrorismo de Estado. Las instituciones deben ser garantes del Estado de Derecho y la guerra sucia convierte a quien la practica en un monstruo perverso aún peor que lo que combate. Secuestrar y ejecutar a alguien por la sospecha de que es un delincuente, sin un juicio justo, privarle de su libertad y hasta de su vida, cuando la pena de muerte está abolida por la Constitución, es el reconocimiento de la impotencia del Estado, de que la ley y la justicia no existen más que cuando conviene. La democracia se pervierte en tiranía, la ley en papel mojado, la justicia en venganza y la autoridad en mafia.

La confesión de Barrionuevo hace aún más clara la responsabilidad de quien lo nombró, por acción o por omisión, porque no es posible que el presidente no sepa que su ministro del Interior esconde en su casa el retrato de Dorian Gray. Si quien debe garantizar la ley, utiliza su poder para violarla, convierte en víctima al victimario y perpetúa el conflicto.

No quiero pensar en qué habría pasado si Felipe González hubiera reconocido su responsabilidad, porque casi nadie dudaba de su conocimiento. Volvió a ganar las elecciones y en el 93 dicho aquello de «he entendido el mensaje». Nunca dijo cuál, pero parecía obvio: todo vale.

El fin no justifica los medios más abyectos, porque entonces se demuestra lo que vale una democracia imperfecta, una ley fantasma y un Gobierno perverso.

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