La Opinión de Murcia

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Yayo Delgado

Achopijo

Yayo Delgado

Schillaci

No hay un solo mundial de nuestra vida. Todos tenemos dos mundiales. Los dos de mi generación fueron el 86 y el 90. Son los mundiales en los que éramos niños. Mundiales en los que aún, cuando jugábamos, nos veíamos en la tele y celebrábamos el gol en el campo de las columnas del patio saltando con el puño en alto y mirando a la grada. Mundiales de ídolos y de cromos. Tardes enteras pegando estampas por la parte de arriba en los álbumes con el tubico de pegamento Imedio. El del 86 por el 5-1 a Dinamarca, y la platónica eliminación en cuartos contra la Bélgica de Szifo. La que quedó como universal y a la que hoy aún hacemos referencia como hito en nuestra capacidad de perdedores, tan romántica para los que somos del equipo de la nostalgia buena. En España aprendimos a disfrutar de los mundiales más allá de lo que hiciera España. Ver un México-Bélgica bajo el sol del Estadio Azteca, la pancarta de John 3:16, los colores vivos y los anuncios de Fuji Film.

Escribí «Puto Stojkovic» con lápiz en los ladrillos exteriores de la ventana de mi cuarto. Aquello sigue allí, increíblemente. En Italia no llegamos ni a cuartos, y también pudimos ganar, que es la otra parte por la que el tiempo nos dio la razón a los nostálgicos con optimismo, cuando levantamos la Copa en Sudáfrica no dejé de repetir aquella noche que podríamos haber ganado en México, Italia, Korea… Sobre todo en Korea. Al poco de terminar el mundial de Italia me fui a Cazorla de campamento. Había un campito de fútbol de tierra, al entrar al recinto, donde pasábamos el tiempo libre jugando al fútbol. Maradona estaba en todo lo alto. Pero aquel verano, en el que fui a una discoteca por primera vez en mi vida, ahí tienen un dato absurdo y precioso para contextualizar, al 10 de las pachangas, mi querido amigo Juan Antonio Calvo, ratón de área, toque magistral, orden y mando en el campo (hoy es entrenador y confiaría siempre en él) le llamábamos Totó Schillaci, el siciliano que fue máximo goleador del Mundial de Italia 90 porque pasaba por allí en una vespa.

Como todo en la vida carlanca, si hoy viera una camisetica con su cara y un 19 tipografía italiana, me la compraría sin mirar precio. Lo de pensar en una camiseta para definir que algo nos gusta es tan bonito que haría una camiseta de esto. Previsibles nos volvemos cuando pasamos los 40, un rato. Schillaci también tenía nombrazo, para qué engañarnos. En nuestros mundiales, gol fantasma de Michel, recital del Buitre contra la camiseta más bonita de la historia, eliminaciones esperadas e injustas, está todo lo que ahora nos emociona como un conocimiento madurado en fútbol, en decepciones, ilusiones y saltos con el puño en alto.

Con todo por decidir, me importa mucho más quién será el Schillaci de este mundial, conocer al que pone la pancarta de Spenge o grabar a fuego la imagen bonita de colores y anuncios Hisense que se quedará en la retina de los que mañana serán nostálgicos bien en el mundo, que si nos masacra hoy Alemania, nos eliminan en cuartos o volvemos a ganar. Siempre supe que podíamos, y podemos. Vale.

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