La Opinión de Murcia

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Gema Panalés

Todo por escrito

Gema Panalés Lorca

What a life

Se encuentra terriblemente triste y abatido, la realidad y él ya no se tocan, son cosas distintas. Las palabras de los otros se han convertido en una cháchara insulsa que le provoca dolor de cabeza. ¿Qué sentido tiene seguir? Se ha vuelto adicto a la nada, a esa sensación de vacío que anula la voluntad y los sentidos. El dolor lacerante que le retorcía las entrañas ha dado paso a un simulacro de vida anestesiada. El alcohol es lo único que logra sacarlo de su letargo. Una copa y otra y, de repente, toda esa vitalidad yacente irrumpe como un caballo desbocado, que termina por derribarlo y arrastrarle por el suelo. 

Hoy es un día especialmente trágico. No quería beber, pero ha decidido dejarse llevar. Un buen restaurante y la compañía de sus amigos. Brindan por el que ya no está, pero hoy el alcohol encuentra cierta resistencia en sus castigadas gargantas. Demasiado pronto para asimilar su ausencia. El tiempo curará la herida. Sí, el mismo tiempo que nos consumirá a todos, piensa. Nos obligan a mantener la compostura, cuando lo natural sería gritar hasta desgarrarnos las cuerdas vocales. Habría que estar desquiciado para no hacerlo, para no buscar refugio en la autodestrucción ante esa certeza de nada.

Con todo, la vida sigue. Indiferente a nuestros deseos, pero sigue. Mientras apura su copa de Juvé & Camps, recibe una notificación en su móvil. Resignado, mira la pantalla. No puede ser... ¡Es ella!: «Yo también te echo de menos.... Antes de terminar de leer la frase, una súbita corriente eléctrica revive cada uno de sus aletargados órganos. Su corazón se acelera y comienza a bombear con entusiasmo, sus pulmones se expanden y sus músculos se destensan aliviados. El teléfono vuelve a sonar. Otra notificación. «Mucho...», añade ella. 

Las palabras, de repente, vuelven a cobrar sentido. Esas dos escuetas frases son el bálsamo que lo cambia todo. Cierra los ojos para saborear el momento. Una sonrisa surge desde el lugar más recóndito y serena su afilado rostro. Está brillando el sol. En realidad, tiene todo el día por delante. Los colores parecen distintos, parecen reales. Sus circuitos neuronales se desbloquean e infinitos caminos se abren y conectan.

Siente hambre de algo que no es comestible. De nuevo, todo vuelve a ser posible. Su mirada adquiere esa profundidad vidriosa que confiere la intuición de lo que está por venir. Las lágrimas de tristeza dan paso a las de alegría, una alegría íntima y secreta, que contiene toda la felicidad que una persona es capaz de sentir, a pesar de todo.

Esta escena de la película Otra ronda dura unos pocos segundos en la pantalla. En apenas un parpadeo, su magistral protagonista, Mads Mikkelsen, transmite al espectador todo ese torrente de emociones enfrentadas. Esa maravillosa transición entre el llanto de angustia y el de pura dicha, es también la secuencia de nuestras vidas. Los malos y buenos momentos se concatenan y, a veces (y para nuestra sorpresa), ambos tipos de lágrimas se entremezclan.

Sufrimos, pero no por eso perdemos la capacidad para reír a carcajadas o conmovernos ante el amor del otro y la belleza que nos rodea. Ni la apatía más extrema es inmune a esa descarga de alegría inesperada, que nos rescata del coma. Al fin y al cabo, cuando la escurridiza felicidad hace acto de presencia, tenemos la obligación moral de dejarnos llevar por el ritmo de la música y deslumbrar al auditorio con nuestros mejores pasos.

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