La Opinión de Murcia

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Julio Pérez-Muelas Alcázar

La vida en Alcarràs

La vida en Alcarràs.

El pasado mes de febrero publiqué un artículo en este mismo periódico a raíz del Oso de Oro conseguido por Carla Simón en la Berlinale. No iban dirigidas mis palabras a Alcarràs ni a nada que tuviera que ver con la obra de la directora. Por aquellos días la película aún no había superado la frontera del festival y yo siempre escribo desde el salón de casa o, como muy lejos, desde la oficina. El texto mencionado trataba de reflexionar acerca de los tiempos que vivimos en el entorno del cine. Me sorprendía entonces, y me sigue sorprendiendo ahora, el hecho de que se celebre con tanta efervescencia que los últimos premios de las citas internacionales más importantes se estén concediendo casi exclusivamente a mujeres, como si esto fuese una guerra de sexos y no un reconocimiento al talento.

Dejando de lado aquellas consideraciones y centrándome en Alcarràs, reconozco que la película llamó mi atención desde el principio. Las críticas que han ido cayendo en mis manos, salvo excepciones, la han elevado a los altares cinematográficos y mis expectativas no han dejado de ir en aumento. Desconozco como ha sido su circuito en España. Aquí en Turín, donde vivo, no se ha estrenado y solo estos días que está disponible en Filmin he tenido la oportunidad de verla y de romper el misterio levantado a su alrededor.

De esta manera me adentro en ese mundo rural por el que transita Alcarràs. Carla Simón ha filmado un retrato exhaustivo de una familia que lucha por mantener a salvo sus tierras. Esos campos frutales han sido el sustento y la esencia que los ha mantenido unidos durante varias generaciones y ahora parece que su paraíso agrario ha llegado a su fin. La amenaza de unas placas solares se cierne sobre su horizonte y no hay nada que pueda detener su avance.

En este contexto la narración se sigue con cierto sentimiento. En la primera parte sobrecoge ver a ese padre trabajando como una mula de carga y plantándole cara al enemigo a base de jornales de sol a sol y esfuerzos sobrehumanos. El lado más tierno la aportan los niños y su particular visión del universo desplegada sobre los bancales, así como la mirada taciturna de los abuelos caminando sin retorno hacia los abismos de su humilde existencia. Carla Simón ha sabido hilvanar todos estos elementos para construir un relato de una hermosa ternura y ha conseguido mover su película a esa velocidad constante y sin grandes sobresaltos con la que transcurre la vida en el campo. La elección de los actores ha sido fundamental para lograr transmitir esos retazos de realidad. Leo en numerosas reseñas que los intérpretes no son profesionales y que algunos de ellos no se habían puesto jamás delante de una cámara. No deja de ser asombroso que esos personajes que sienten y padecen con tanta naturalidad entre las arboledas sean, ciertamente, hombres ajenos a la industria del cine.

Pero me sucede algo extraño en la segunda mitad del metraje. Hay un momento en el que el drama familiar se desmorona y lo observo con cierta distancia. No existe un elemento en su argumento que rompa la trama y las pequeñas historias de sus protagonistas no poseen la fuerza necesaria para conquistarme. Esa verosimilitud que se presenta como plato fuerte se vuelve en contra de la obra y todo queda tristemente emborronado con un cierre tan tenue que cualquier interés inicial termina por disiparse.

Creo, no obstante, que Carla Simón es uno de los talentos culturales con más proyección que hay en nuestra geografía. He visto en Alcarràs una dirección precisa, sin las reiteraciones y los ataques de genialidad que sufren tantos de sus compañeros. Que sea hombre o mujer es un detalle que a estas alturas de la película aportan bien poco. El cine deja de ser cine cuando jugamos con la estadística. Se convierte entonces en un sucio aliado de los tiempos modernos que nos gobiernan.

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