La Opinión de Murcia

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Elena Pajares

Mamá está que se sale

Elena Pajares

Puedo ver maravillas

La tumba de Tutankamón renace tras una década de restauración. L.O.

Si en algún momento sientes que no se te reconoce como es debido, vale la pena que sepas cómo fue toda la historia de Howard Carter, hasta que por fin dio con el que ha sido, hasta ahora, el mayor descubrimiento de la historia del antiguo Egipto, y uno de los mayores de la historia en general. Y que, por cierto, no tiene nada que ver con esa maldición que dicen que les echaron las momias.

Yo no sé cómo ese hombre tuvo la paciencia infinita, y desde luego fe inquebrantable en lo que estaba buscando, para aguantar, en el desierto, más de ocho años buscando las tumbas de los antiguos faraones. Para eso hay que valer.

En las diversas excavaciones que hicieron en el Valle de los Reyes, se habían hallado las tumbas de prácticamente todos los reyes de la época ramésida, esa en la que la mayor parte de los faraones eran Ramsés, o como diríamos en murciano, ‘ranséh’.

Howard Carter sabía que faltaba por encontrar la de Tutankamon. No había sido un rey muy importante, porque murió muy joven, pero los restos de su templo funerario no aparecían, y eso que habían hecho excavaciones en distintas posibles ubicaciones, pero todas habían resultado fallidas.

Sin embargo, de casualidad, el 4 de noviembre de 1922, entre la arena, aparecieron de la nada unos escalones. Hacia abajo. Al empezar a desenterrar, descubrieron una escalinata completa, que desembocaba en una rampa, también hacia abajo, que llevaba a una cámara. Sin duda era una tumba. Si había pertenecido a un faraón, o a un noble, o incluso si era otra cosa, todavía no se sabía. Hasta que se averiguara, sólo sería la tumba KV62.

Howard Carter telegrafió a su mecenas, el inglés Lord Carnarvon, y esperó pacientemente allí, durante días, hasta que llegara desde Inglaterra a Luxor. Sólo se decidirían a desenterrar lo que allí hubiera si él daba el permiso para ir más allá en las labores de excavación y, si había suerte, proceder al desenterramiento. Y entre tú y yo, habría sido una grosería no esperar a este hombre, que era quien lo pagaba todo.

Por fin pudieron descubrir la entrada a la cámara funeraria, aparentemente sin haber sido abierta nunca. Tal y como quedó cerrada, atada con unas cuerdas, ahora milenarias, dispuestas de forma muy ceremoniosa. En realidad, la tumba sí había sido parcialmente saqueada, pero su ubicación, casualmente debajo de unas antiguas casas, del mismo modo que había dificultado su descubrimiento, la habían protegido de saqueadores profesionales.

Antes de entrar, Carter se asomó por un pequeño agujero, una ranura que dejaba ver el interior de la tumba. Al preguntarle si había algo ahí adentro, respondió: «Sí, ¡puedo ver maravillas!». En la cámara había un gran sarcófago de cuarzo rojo, en cuyo interior había tres cofres, unos dentro de otros, y el último, de 110 kilos de oro macizo, con inscripciones en lapislázuli, guardaba precisamente la momia de Tutankamon, el hijo de Akenaton. En su totalidad, la construcción constaba de cuatro salas, en las que había todo tipo de utensilios para la vida del faraón más allá de la muerte. Todo estaba dispuesto con carros, arcos de flechas, todo tipo de cuencos, incluso ropa de lino cuidadosamente doblada, y hasta una flor que se desintegró al tocarla Howard Carter. Más de 5000 piezas que, al lado del sarcófago quizá no eran nada, pero que todo junto sigue siendo impresionante. Más de 3000 años esperando a ser descubierto.

A pesar de la indudable relevancia del descubrimiento, y de que gran parte del tesoro está en el British Museum, nadie en Inglaterra, más allá del reconocimiento popular, rindió el menor homenaje a Howard Carter. Injusta que es la vida.

Sin duda, para él se queda haber sido ‘el egiptólogo’ por excelencia. Y quién sabe, quizá él también se fue al otro barrio pensando para sí mismo en la inscripción que había en una de las copas de Tutankamón: «Que puedas pasar millones de años sentado con la cara mirando al viento del Norte y con los ojos mirando la felicidad». No parece un mal plan.

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