La Opinión de Murcia

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Bernar Freiría

Pasado de rosca

Bernar Freiría

Atómica

La derrota de Ucrania sería también un desastre para los intereses euroamericanos, porque una victoria rusa podría ser un primer paso en una serie de movimientos para sojuzgar otros países limítrofes....

No solo el desenlace, también el desarrollo mismo de una guerra es siempre incierto. Nadie tiene la bola de cristal que permita anticipar cuál va a ser la evolución y el final de una contienda armada. Así, los protagonistas directos y sus mandos militares y civiles no pueden hacer otra cosa que analizar e inferir escenarios posibles. Por lo que ha sucedido hasta ahora en la contienda ruso-ucraniana se puede concluir sin demasiado temor a equivocarse que el ejército ruso y su material de guerra distan mucho de ser una maquinaria eficiente capaz de alcanzar sus objetivos de un modo limpio —si una guerra puede admitir ese calificativo— y rápido.

Además, en los últimos días la táctica rusa ha experimentado un cambio significativo. Se diría que Putin, al atacar las centrales eléctricas y los suministros de agua ucranianos, ha optado por perseguir que el sufrimiento de la población en el duro invierno que se avecina incline la balanza a su favor y lleve a Zelenski a una mesa de negociaciones en la que no le quede otra que aceptar las condiciones que le imponga Putin, que suponemos que coincidirán con los objetivos que perseguía cuando inició la invasión.

Pero si la resistencia ucraniana, con el inestimable apoyo armamentístico y de inteligencia estadounidense y europeo, lograse no solo seguir plantando cara, sino llegar incluso a amenazar seriamente al ejército ruso, entonces la cuestión que se plantea sería totalmente inédita hasta ahora en el panorama mundial. Tal cuestión sería si un país que dispone de un enorme potencial nuclear puede perder una guerra tradicional. Antes que aceptar la derrota, parece verosímil, vista la trayectoria del siniestro inquilino del Kremlin, que no vaya a renunciar a utilizar las potentísimas armas de las que dispone, sacrificándose para no ocasionar el enorme daño del que sus bombas atómicas son capaces.

Si esto ocurriera, entraríamos, en el mejor de los casos, en el terreno de la disuasión nuclear. La única experiencia histórica en la que funcionó la disuasión fue la crisis de los misiles de Cuba, en 1962, aunque se estuvo muy cerca de iniciar una guerra nuclear entre las dos grandes potencias del momento —la Unión Soviética y los Estados Unidos— con un resultado previsible de hecatombe mundial. Sin embargo, hoy el escenario es completamente distinto. En 1962 no había una guerra convencional en marcha, sino una especie de jugada de ajedrez en el tablero mundial en el contexto de la Guerra Fría entre las dos potencias hegemónicas. El conflicto armado actual nos pone en un escenario mucho más volátil que el de la crisis de Cuba.

Por tanto, estaríamos ante una especie de dilema perverso. Por un lado, Europa y Estados Unidos apuestan —o eso parece—por una victoria ucraniana, a sabiendas de que si esta se aproxima, también lo hace el peligro cierto de confrontación nuclear, lo que no es, de ninguna manera, deseable. Hay que imaginar que los dirigentes europeos y estadounidenses ya hayan previsto una estrategia de disuasión llegados a ese punto. Aunque sabemos con seguridad que esas partidas, como la de los misiles de Cuba, entrañan la posibilidad real de la destrucción planetaria. Y por otra parte, la derrota de Ucrania sería también un desastre para los intereses euroamericanos, porque una victoria rusa podría ser un primer paso en una serie de movimientos para sojuzgar otros países limítrofes como Hungría, Rumanía, Finlandia, Suecia, Repúblicas Bálticas, etcétera, lo que sería inaceptable y abriría un escenario aterrador.

La única forma de conjurar ese peligro parece que sería la pervivencia del empate técnico y la prolongación de la guerra sine die. Con los efectos de sufrimiento que todos sabemos.

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