La Opinión de Murcia

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El Prisma

Luces de Navidad: seamos patriotas

La Navidad es esa época del año en la que todos nos esforzamos por llevarnos bien. Incluso con el cuñado progre, ese elemento mortificante que nos ha sido impuesto a través de la familia política como un castigo divino que debemos soportar para salvación de nuestras almas o su perdición definitiva, según los casos.

Qué bonita es la Navidad, con sus dulces, sus villancicos, sus comidas de empresa y sus cenas familiares, sentadicos al lado del cuñado podemita, escuchando sus ladrillazos con la mejor de las sonrisas. Y sus luces, claro (las navideñas; no las del cuñado), porque sin una abundante iluminación navideña, el espíritu de la época, el Zeitgeist de los filósofos alemanes, se desploma y todo acaba desvirtuado.

Es lo que ocurrió en la ciudad de Murcia estas pasadas navidades, cuando el nuevo equipo municipal social-ciudadanita no pudo concretar a tiempo los contratos de iluminación para la Navidad porque, total, solo habían tenido ocho meses para prepararlos. Resulta asombroso que el responsable del ridículo, el naranjito mandarín encargado del área de inversiones municipales, saliera indemne del fiasco pero, conociendo su pasado reciente y la forma que se ha ido zafando de estropicios administrativos mucho más graves, el tipo es de los que no necesita paraguas, porque las gotas de agua las esquiva una a una y a su casa llega seco aunque esté diluviando.

La imagen desangelada de las calles murcianas el año pasado, con una iluminación ridícula que nos trasladaba a los tiempos de la posguerra y calles enteras sin el menor detalle navideño, no provocó motines callejeros ni manifestaciones a las puertas del edificio de la Glorieta tal vez porque salíamos de la pandemia y tendíamos a perdonar los patinazos de la clase política, que en el caso de Murcia tienen carácter transversal. Pero eso fue el año pasado. En esta ocasión ya no hay psicosis covidiana y los concejales llevan más de año y medio cobrando del cargo, así que ya no hay excusas.

Los haters de la Navidad han encontrado en la subida del precio de la energía un pretexto formidable para exigir que no haya iluminación festiva en los espacios públicos. La crisis económica, agravada por la guerra de Ucrania y, sobre todo, por la sabia política izquierdista de evitar la producción barata de energía para luchar contra el cambio climático han llevado el recibo de la luz hasta extremos impensables no mucho tiempo atrás. En este contexto valoran la posibilidad de eliminar o, al menos, limitar el alumbrado navideño hasta su mínima expresión, sin tener en cuenta el imperativo humano que, en estas fechas tan entrañables, exige que las ciudades y los pueblos luzcan espectaculares con sus mejores galas lumínicas instaladas para la ocasión.

Una Navidad sin luces en las calles es como un podemita sin patinete eléctrico o un votante del PP murciano sin un selfie con López Miras: una extravagancia, un despropósito, un anacronismo, en fin, un horror. Hay que iluminar los espacios públicos porque eso fomenta el optimismo, el optimismo impulsa las ventas de los comercios, las ventas hacen que se necesite más mano de obra, la nueva mano de obra aumenta las cotizaciones de la Seguridad Social, y las nuevas tributaciones por ambos conceptos inundan las arcas públicas para que Sánchez y su tropa se lo gasten en políticas de igualdad.

Todo está interconectado, pero el impulso necesario para que este vasto mecanismo de interacciones se ponga en marcha es que nuestras ciudades y pueblos revienten de luz al caer la atardecida. Seamos patriotas; pidamos a los alcaldes que este año se gasten lo que no está escrito en luces de Navidad.

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