La Opinión de Murcia

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ESCARABAJAL, DIONISIO

Jodido pero contento

Dionisio Escarabajal

Netflix pasa por el aro

La historia de Netflix es un ejemplo perfecto de cómo convertir una idea innovadora en una estrategia de éxito capaz de revolucionar una industria entera. Como sucede tantas otras veces, la idea surgió de la frustración de un usuario con lo establecido. En este caso, del cabreo de Reed Hasting con la tienda de Blockbuster local cuando tuvo que pagar un recargo del 40% por devolver un día tarde la película Apolo 13. Ese cabreo se convirtió en la idea para una empresa que enviaría por correo las películas y las repondría, una vez vistas, por el mismo procedimiento, sin recargos ni penalizaciones. Con la vocación de servicio al aficionado como referencia, Netflix fue pionera posteriormente en el visionado de películas bajo demanda por internet. Y de ahí pasó al modelo de suscripción mensual y disfrute de una inabarcable colección de películas, series, documentales y programas, tanto de producción propia como ajena. Así nació el streaming, una fórmula de visionado de contenidos multimedia a la que después se apuntaron con entusiasmo otras compañías, tanto de nuevo cuño como del Hollywood tradicional. Dice mucho de Netflix que se haya mantenido como líder de esta cohorte, luchando contra potentes competidores como Amazon, Apple o Disney sin ir más lejos.

Pero la competencia cada vez es más dura, y por eso Netflix ha tenido que doblar la cerviz y rendirse a un modelo de negocio del que abominaba hasta hace poco tiempo. A partir del 1 de noviembre en Estados Unidos, y del día 20 en nuestro país, la compañía pionera del streaming audiovisual ofrecerá una suscripción a un precio reducido de 5,45 euros a cambio de introducir cortes publicitarios al principio, al final y en medio de la reproducción. En total, unos cuatro minutos de publicidad por cada hora. No sabemos si los directivos de Netflix se han visto influidos por La Playlist, una serie estrenada recientemente en su propia plataforma y que cuenta de forma absolutamente brillante (es la mejor producción propia de Netflix en años) la historia empresarial de Daniel Ek y la fundación de Spotify, otra plataforma que puso patas arriba una industria, en este caso la distribución de música. Precisamente la historia de Spotify evidencia lo complicado que puede ser encontrar el modelo de negocio en cualquier iniciativa emprendedora realmente disruptiva. Por modelo de negocio se entiende básicamente definir quien paga y cuanto, incluidos los beneficios de los inversores que han apostado por el proyecto. No se trata de inventar algo que aporte valor a la gente, se trata de ver cómo se hace dinero en el intento.

Antes de la invención de la publicidad y de los medios de difusión masiva, la cosa estaba tan clara como el agua: alguien fabricaba un producto o prestaba un servicio y lo ponía en el mercado para que los consumidores pagaran por la adquisición o disfrute una cantidad tal que permitiera sufragar los costes producción y los beneficios del emprendedor. Los medios de comunicación masiva, empezando por la prensa, permitieron llegar a mucha gente con copias industrializadas. Algunos periódicos convirtieron los avisos en anuncios comerciales y empezaron a vender espacios por un precio, normalmente a empresas mayoristas, que los revendían a los anunciantes. Así nació la publicidad comercial y el negocio de las Agencias de Medios. Eso permitió que los periódicos fueran más baratos para el lector, aumentando la circulación en consecuencia y llegando a más audiencia. Con el incremento de audiencia, podían vender los espacios publicitarios más caros, aumentando así sus ingresos en una espiral virtuosa que alimentaba todo el sistema. Incluso cuando nace la radio, cuyo coste de réplica marginal es cero, o casi, la publicidad se convirtió en la fuente principal de ingresos y permitió que la recepción fuera totalmente gratis para el consumidor, en este caso el receptor de la emisión. Tal éxito tuve este modelo, que aún sigue siendo el predominante en el caso de la televisión y de la propia radio, 140 años después de la primera emisión de Marconi. Los únicos medios de comunicación masiva que quedaron a salvo de la publicidad fueron los que transmitían un contenido considerado artístico, que los autores ceden a cambio de una remuneración y, en todo caso, son de pago: los libros, las películas y los discos en sus diferentes formatos. Solo en el cine se consiente un formato publicitario que se conoce como ‘emplazamiento de producto’, que no deja de ser una fuente colateral de ingresos sin mucha trascendencia a nivel de la industria.

Y de pronto irrumpe internet, que facilita difundir contenidos a escala global también con un coste marginal de réplica nulo. Ni hay que montar una estructura costosa de repetidores ni hay que pagar más por llegar a otro receptor del mensaje. Lo lógico, como así sucedió, era que los contenidos fueran totalmente gratuitos, como la radio y la televisión al principio. El problema es que el modelo de negocio de gratis total gracias a los ingresos publicitarios no da para pagar la creación de contenidos informativos de calidad, por mucho que la inversión en medios digitales de los anunciantes haya aumentado exponencialmente en los años de desarrollo de internet. La facilidad de apropiarse de los contenidos por actores sin escrúpulos, y el surgimiento de las redes sociales como fuente de información sin costes de producción (los contenidos los crean los propios usuarios), ha subvertido completamente el negocio de la prensa, que se mantenía hasta ahora confortablemente en un modelo mixto antes de internet y gratuito después del invento y vuelta al modelo mixto en muchos casos con los muros de pago. Y no digamos el negocio ligado a la creación artística, como las editoriales, los sellos discográficos y las productoras de cine. Estos se convirtieron en las grandes víctimas de la cultura del gratis total y de robo de los derechos de autor que se apoderó de la gente en las primeras décadas del invento de internet.

Poco a poco, la situación está siendo más o menos controlada por los creadores, pero no sin grandes dificultades y dejando muchos cadáveres por el camino. El movimiento de Netflix, sucumbiendo a un modelo mixto (opción barata con publicidad y premium sin publicidad) se parece bastante a lo que se conoce como modelo ‘freemium’ , que consiste en una opción ‘free’ con publicidad y funcionalidades ‘capadas’ y otra premium sin publicidad y con característica potenciadas. Ahí están los experimentos de Spotify con múltiples avances y rectificaciones hasta que ha dado, más o menos, con un modelo viable y sostenible, aunque no del todo, como evidencian las quejas permanentes de los creadores de música por lo poco que reciben en compensación por las reproducciones de los usuarios, y las pérdidas que aún genera la empresa año tras año. Pero, partiendo de lo que partimos en el pasado inmediato (una industria de la creación dominada por pocas multinacionales y con beneficios astrónomicos y un público que se acostumbró a consumir gratis contenido pirateado) siempre resultará difícil que llueva a gusto de todos.

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