Un día, seguro que fue así o al menos es como lo imagino, a alguien se le ocurrió medir el tiempo. Desde entonces, andamos mirando relojes, la posición del sol o escuchamos como nuestro estómago nos pide comida. Sí, el hambre mide nuestras horas, y ustedes lo saben. De este modo, podemos quedar a una hora e intentamos no retrasarnos en las citas. Sin embargo, en ocasiones, o muy menudo, dependiendo del nivel de responsabilidad de cada uno, llegamos tarde. Es aquí cuando se abre el espectro y encontramos dos tipos de personas: las que llegan tarde y no les duele, y los que jamás llegan por debajo de la hora de quedada. Yo soy de las que acuden con puntualidad y siempre prefiero esperar, a ser esperada. En ocasiones, la espera me desespera. Claro que no es lo mismo hacerme esperar a mí que al rey de España, porque para hacer esperar a Su Majestad, y mucho más a la Reina, hay que ser alguien importante o sentirse muy importante. ¿Quién se dejó el reloj olvidado, tras la ducha, cerca del botón pulsador de agua del inodoro? Sin duda, la culpa fue de Sonsoles. Despistes reales.
