Las decisiones que adoptamos en los momentos complejos son las que marcan nuestro devenir. Pero requieren de un justo equilibrio entre la razón y el corazón que no siempre resulta sencillo. Mientras que la razón nos habla de eficiencia, evaluación de riesgos y competitividad, el corazón nos aporta el vínculo con el legado, los valores, el propósito y la aportación a la sociedad. 

Esta es la gran dicotomía a la que se está enfrentando el tejido empresarial español, expuesto desde hace meses a un entorno que obliga a adaptarse a la velocidad con la que surgen los cambios, pero en el que la audacia y la visualización de oportunidades también será fundamental.

Es innegable que el corto plazo apremia. Las perspectivas de crecimiento se están viendo duramente afectadas por la persistente inflación, los riesgos geopolíticos, los precios de la energía o la crisis en las cadenas de suministro. El tejido empresarial está ajustando sus planes, consciente de que la inacción no es una posibilidad. Pero, además de anticipar posibles impactos, es fundamental mantener el optimismo y continuar asentando las bases para el crecimiento a medio plazo.

Ejemplo de esta simbiosis perfecta entre razón y corazón es la empresa familiar, que trasciende de generación en generación manteniendo siempre una identidad propia y reconocible, al tiempo que apuesta por proyectos diferenciales y demuestra el coraje y capacidad de innovación que son cruciales en tiempos de cambio. Una mentalidad que permite cumplir su objetivo de salvaguardar -cuando no mejorar- el legado, y por la que el beneficio no solo se mide en términos financieros. Reputación, fidelidad y compromiso social son ahora también activos clave.

Y es que si algo distingue a estas compañías es su vínculo con las comunidades en las que están presentes. Por ello, apoyar y crear lazos de colaboración con la empresa familiar es sinónimo de apostar por la competitividad, el crecimiento y la creación de riqueza en el país. Más aún en un periodo como el actual, en el que la incertidumbre puede desviarnos de los objetivos marcados.

Así se está poniendo de manifiesto estos días en Cáceres, en el Congreso Nacional de la Empresa Familiar, que este año celebra su 25 aniversario. Unas jornadas de encuentro y reflexión que nos permiten analizar el entorno económico y social, los desafíos que afrontan las empresas familiares, que suponen casi el 90% de las compañías españolas, y, sobre todo, encontrar soluciones conjuntas con la mirada fija en el largo plazo. Y que también nos recuerdan que, en tiempos complejos, la mejor respuesta pasa por el equilibrio.

Pero este ejercicio de caminar en el presente visualizando el futuro no tendría sentido sin el alma que nos mueve como país y, por supuesto, también como empresas. Las personas y, sobre todo, las nuevas generaciones. Porque las decisiones que adoptemos hoy han de tener a los jóvenes en cuenta: su voz marcará en gran medida la transformación hacia una economía más digital y sostenible que ya ha comenzado y sobre la que no cabe dar marcha atrás.

Por este motivo, no es de extrañar que el talento esté siendo una de las palabras más repetidas en los últimos tiempos. Sin las personas y su conocimiento no será posible cumplir ninguna de las metas que nos marquemos como economía y sociedad. Las empresas ya somos conscientes de ello, y la atracción y fidelización del talento son la piedra angular de cualquier estrategia de crecimiento. Desde el día en el que una persona se suma a nuestras filas, hemos de dotarla de las herramientas para su desarrollo profesional, estrechamente ligado al personal.

Sin embargo, esta entrada al mundo laboral solo es el inicio de una nueva etapa en su camino, al que precede otra crucial, y que debemos abordar sin dilación. Me refiero a la educación en su conjunto, que ayuda a conformar nuestros valores, que serán cruciales a lo largo de nuestra vida -también profesional-, y nos dotan de las capacidades y habilidades con las que no solo formamos parte de la sociedad, sino que realizamos nuestra aportación a la misma.

En tiempos de cambio como el que nos encontramos, hemos de ser conscientes de la necesidad de redefinir este camino de aprendizaje, teniendo en cuenta la realidad del tejido empresarial. Precisamos desarrollar nuevas competencias técnicas, pero también impulsar otras capacidades como la innovación, el emprendimiento y, por encima de todo, la curiosidad. La respuesta a este reto exige de un diálogo constante y colaborativo entre el sector educativo y el ámbito laboral. La empresa familiar, por su cercanía con las comunidades en las que está presente y su capacidad para generar oportunidades de formación que estimulen a las generaciones más jóvenes, debe tener una voz protagonista en este diálogo.

En definitiva, afrontamos un entorno ciertamente complejo, en el que las decisiones que tomemos hoy marcarán cómo seremos mañana. En el que las empresas han de ser vistas y tenidas en cuenta como parte de la solución para contar con personas formadas, motivadas e ilusionadas, que nos sigan guiando hacia un futuro mejor. Que nos sigan ayudando a conseguir ese equilibrio perfecto entre el atrevimiento y la cautela y entre el ‘deber’ y el ‘desear’. Un futuro en el que poder seguir aprendiendo del buen hacer de la empresa familiar.

Por Juanjo Cano, presidente de KPMG en España