La Opinión de Murcia

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Julio Pérez-Muelas Alcázar

Vittorio Gassman, ‘Il centenario’

Vittorio Gasman. L.O.

Pasé un fin de semana en Génova a la vuelta del verano y descubrí que este año se celebra el centenario de Vittorio Gassman. Para mí fue una grata sorpresa. Caminaba por aquellas plazas que se abren como corrales de comedias en el callejero de esta joya mediterránea y me encontré, en la fachada de un palacio, con un cartel enorme anunciando una exposición con motivo del aniversario del gran actor italiano. Aquella imagen otoñal de Gassman terminó por convencerme y después de unas deliberaciones familiares me entregué a esta retrospectiva organizada por su ciudad natal. Allí estaban, en primer plano, sus años dedicados al teatro.

Me impresionó ver el busto del intérprete convertido en literatura shakesperiana: el príncipe Hamlet, el moro Otelo retorciendo el cuerpo de Desdémona o un Ricardo III atrapado en un pecho de lata a punto de desplomarse. Algunas de estas obras fueron montadas por el propio Gassman lo que da una idea de que no estamos ante un simple actor. Sus inquietudes con el mundo escénico le hicieron dar el salto al abismo de la dirección. Desafortunadamente, y aquí la fatalidad del teatro, ya no es posible asistir a ninguna de aquellas funciones.

Las grabaciones que se conservan parecen siempre impostadas, sin la magia que tiene el vivo y en directo sobre las tablas. La otra parte de la muestra estaba dedicada a su filmografía. Hacer un recorrido por las películas de Vittorio Gassman es una manera inmejorable de repasar lo que ha sido la historia del cine italiano.

Nuestro hombre comenzó a hacerse visible en pleno neorrealismo con títulos tan desoladores como Arroz amargo (Giuseppe de Santis, 1949), uno de los símbolos de la época gracias, en parte, a ese desparpajo de Silvana Mangano y a sus pantalones cortos caminando sobre los arrozales. Se tiende a asociar el neorrealismo con la tragedia, pero lo cierto es que este movimiento sentó las bases de la gran comedia italiana. Fue justo aquí donde Gassman dio un paso al frente y se puso en primera línea de fuego interpretando a personajes disparatados como aquel boxeador de poca monta en Rufufú (1958) o el soldado cobarde de La gran guerra (1959), ambas de Monicelli. Su cuerpo atlético de peso pesado con su rostro anguloso y su particular mirada descarada le hicieron ser un referente de ese humor corrosivo.

Siempre he pensado que en España habría sido un buen cóctel con dosis de Tony Leblanc y Paco Rabal. A partir de los sesenta Gassman dio una nueva vuelta de tuerca a su carrera y consiguió sus mejores papeles. Un 15 de agosto atravesaba las calles desiertas de Roma para emprender junto a Jean-Louis Trintignant aquel viaje a golpe de claxon hacia el loco mundo de la vida sin límites que era La escapada (Dino Risi, 1962). En Perfume de mujer (Dino Risi, 1974) se convirtió en un capitán invidente al borde del abismo, con un carácter avinagrado y un corazón tan podrido como desolado. También fue una parte fundamental de aquel monumento disparatado que es ¡Qué viva Italia! (Monicelli, Risi, Scola, 1977) y que de forma tan elocuente desnudaba las miserias de la sociedad italiana. Para sus últimos años Gassman aún guardaba varias balas en la recámara.

Yo me quedo con La familia (Ettore Scola, 1987). Sus conversaciones con el personaje que interpreta Fanny Ardant, llegados al final del camino, están cargados de sensibilidad y son un epílogo perfecto para los amores imposibles. Es ese Gassman, más sereno, el que suele llegarme más adentro. Abandoné el palacio con la seguridad de haber contemplado una exposición maravillosa, pero nada más poner un pie en el caos genovés tuve la sensación de estar asistiendo por segunda vez al entierro de Vittorio Gassman. Estas retrospectivas devuelven a la vida a los personajes de nuestra cultura tan solo por unos momentos. Clausuradas, se impone el olvido de nuevo. Ahí quedan sus películas para que yo retire mis palabras.

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