En estos días hemos asistido en nuestra región a imágenes más propias de las mediáticas inundaciones del sudeste asiático que a las avenidas prehistóricas mediterráneas que, básicamente, consistían en que los ríos se desbordaban y lo inundaban todo hasta llegar a la mar, que es el morir.

Quizás la responsabilidad de todo esto estribe en el cambio climático, y de hecho los especialistas determinan que el calentamiento global está detrás del fenómeno de que las lluvias puntualmente sean cada vez más torrenciales, aunque en conjunto sean progresivamente menores. También ocurre que la inundaciones murcianas del siglo XXI nos resultan tan sorprendentes por falta de memoria climática, casi olvidando ya episodios como la avenida del Guadalentín de 1973, que con su devastador caudal máximo de 3.500 metros cúbicos por segundo dejó tantos muertos y daños materiales.

Pero lo que más interesa recordar ahora es que en las inundaciones provocadas por las lluvias torrenciales hay un fenómeno que está clarísimamente en la raíz del problema: la forma en la que ocupamos el territorio.

La responsabilidad está en la intensa ocupación del espacio físico, la extensión de superficies urbanizadas y por tanto impermeables, la invasión por edificaciones, infraestructuras y obras de los bordes e incluso de los fondos de cauces, vaguadas y ramblas. Estos son los factores que hacen que el agua torrencialmente caída no encuentre más sitio de salir que por la propia puerta de nuestros comercios, aparcamientos, calles centrales y casas, lo que recientemente se ha visto de forma dramática en la muerte de un vecino de la pedanía murciana de Javalí Nuevo.

La única forma de abordar este problema es entendiendo cómo se comporta el agua y cuáles pueden ser sus efectos cuando las lluvias son extremas. Y esto únicamente se puede hacer a través de la planificación, del urbanismo, de la ordenación del territorio y los estudios de inundabilidad. Porque está claro que no habrá inversión ni obras suficientes para paliar el problema cuando en unas cuantas horas llueve más de la mitad de lo que debiera llover en un año promedio. Ni más capacidad de los alcantarillados (aunque ayudaría) ni más grandes infraestructuras para desviar o retener el agua (aunque también colaboraría- ni mucho más estudio sobre puentes o infraestructuras defectuosas que entorpecen el discurrir de las aguas de avenida por los cauces ) aunque, sin duda, es necesario-, ni más tecnología ‘punta’ que probablemente no exista para un problema que cuando se mueve se mueve hacia sus mismísimos extremos.

La clave es empezar desde ya a repensar los procesos de urbanización que han sido históricamente bien poco respetuosos con la modificación hidrológica que provoca la ocupación en extenso del territorio. Saber que lo que nos ocurre cuando llueve y nos ahogamos ocurre porque nosotros mismos nos hemos dado ese modelo. Y corregirlo, más con planificación que con obras, más con inteligencia que con dinero, más con una correcta cultura del territorio que mirando para otra parte y rogando que tarde mucho en volver a pasar.