La Opinión de Murcia

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Andrés Torres

Cartagena D. F.

Andrés Torres

La batalla de la paz

No hay quien entienda a la humanidad. Somos tan capaces de atemorizarnos ante la amenaza de una guerra como de celebrar el recuerdo de otra. Ya, ya sé que no es ni mucho menos comparable el órdago nuclear y aparentemente desesperado de Putin con la rememoración festiva y divertida de la Segunda Guerra Púnica. Que nadie me entienda mal, por favor. Pero sí me lleva a pensar si los humanos aprenderemos alguna vez de los errores del pasado.

Cuando hablamos de las guerras y batallas de la antigüedad, recurrimos a términos como honor, lealtad, valentía y queda en segundo plano el dolor que sufrieron quienes las vivían. Es cierto que hasta no hace muchas décadas, las guerras se desarrollaban en el campo de batalla y que, en la actualidad, ese campo de batalla es global y el conflicto te puede estallar delante de las narices. Que se lo pregunten a los pobres ucranianos y a los rusos que vivían su vida tan tranquilos, como cualquiera de nosotros, hace apenas unos meses. Nada que ver las falcatas, lanzas y escudos de los antiguos generales, que eran los primeros en dar un paso adelante en la contienda, con la guerra tecnológica y el botón rojo que cualquier cobarde con aires de emperador podría apretar sentado en el cómodo sillón de su despacho.

Pese a las grandes diferencias de los conflictos de la historia antigua con los de los últimos tiempos, lo que ha motivado y sigue motivando unos y otros no ha cambiado. La envidia, los celos, la ira, el ansía de poder, de ser más, de tener más, la disputa por un trozo insignificante de tierra o por las riquezas y recursos que ésta nos da, el empeño por imponer al otro nuestro dios, nuestra cultura, nuestras costumbres, nuestra forma de hacer y de ver las cosas y hasta nuestras manias. Esas son las motivaciones reales que conducen a estas disputas sangrientas y mortales, por mucho que nos empeñemos en buscar el casus belli ante cualquier enfrentamiento. Somos nosotros mismos. Porque la libertad es el mayor regalo que nos pueden conceder, pero también ‘un arma’ peligrosa que viene sin instrucciones y algunos no saben manejar y la utilizan para privarnos de la nuestra. Siempre habrá un Caín, el primer declarante de una guerra con solo dos contendientes, él y su hermano Abel, al que mató a golpes por pura envidia. Siempre habrá un Hitler o un Putin y ha habido otros antes que ellos.

Siempre habrá quienes intenten amedrentarnos y hasta matarnos, aunque creamos que eso ya estaba superado y que algo así no puede ocurrir en pleno siglo XXI. ¡Ilusos! ¿Acaso no nos hemos percatado de que cuanto más evoluciona la humanidad más peligrosa se vuelve contra sí misma? Ya hemos demostrado que somos capaces de los mayores horrores y ojalá algún día nos sirva para aprender que no existen mas enemigos que los que nos creamos y generamos nosotros mismos.

En realidad, no es que podamos hacer mucho desde nuestros hogares por interferir en la macropolitica, por más que luego sí dañe nuestro bienestar y nuestros bolsillos. Lo que sí podemos hacer es afrontar nuestras pequeñas batallas con generosidad y humildad y hacer las paces con los que tenemos al lado. Rendirse o dar tu brazo a torcer puede ser una gran victoria. Así quizá contribuyamos a hacer un mundo mejor y ojalá nuestros líderes mundiales descendieran de sus tronos y atalayas y aprendieran esta lección.

Sigamos los pasos de nuestros festeros de Carthagineses y Romanos.

Hasta este año, el gran acto central de las fiestas, la Gran Batalla, lo organizaba el Senado Romano en solitario. Los Carthagineses se limitaban a acatar instrucciones y hacer el papel de perdedores que les concede la historia. Tras unos cuantos años reclamando y bregando, el Consejo Cartaginés ha logrado que los romanos cedan y la Gran Batalla sea un acto preparado de forma conjunta y, aunque Roma se sigue imponiendo por mandato histórico, la victoria es cosa de dos.

Son un claro ejemplo de que el triunfo de nuestra historia y de nuestro presente es de ambos bandos. Sellemos la paz para siempre y, aunque sea una utopía, brindemos para celebrarlo.

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