La Opinión de Murcia

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Belén Unzurrunzaga

SALUD Y ROCK AND ROLL

Belen Unzurrunzaga

Una silla de ruedas rodeada de confeti

Vivo con miedo de ir andando por la calle y encontrarme el coche fúnebre de la reina Isabel II. Menuda semana llevamos con los distintos traslados, las colas kilométricas para rendirle homenaje, los monográficos sobre su vida en televisión, las tertulias infinitas hablando de su reinado, sus hijos, la herencia, los gestos ante las cámaras analizados por tertulianos y expertos en monarquías… Horas y horas de contenido que ya me viene saturando.

La ciudad vuelve a estar llena de ruido, todo va rápido, han vuelto los atascos, las dobles filas en la puerta de los colegios a hora punta, las sirenas que anuncian el recreo o la vuelta a clase tras el bocadillo de las once. Atrás quedan los días de verano, los atardeceres pasadas las nueve de la noche, el bronceado, las horas muertas frente al mar. Ya veo escaparates que anuncian Halloween y en breve algún supermercado me sorprenderá con un córner de mazapanes, panetones y turrones, y cuando me quiera dar cuenta les estoy haciendo el resumen de este año y otra vez volverá el vértigo por no poder parar el tiempo.

Algunos que me conocen dicen que vivo en un eterno verano y festival. La música como motor de la felicidad entre hostia y hostia que la vida suelta, no sé a ustedes, pero a mí me parece el mejor bálsamo. Es cierto que de un tiempo a esta parte el mundo de los festivales de música se nos ha ido de las manos, la oferta es abrumadora, casi cada mes podemos encontrar alguno en cualquier lugar de nuestro país. Son los meses de primavera y verano los que concentran el mayor número de fechas: Warm Up, Primavera Sound, La Mar de Músicas, Bbk, Sonorama Ribera, Low Festival, el Fib, así por nombrar los clásicos. Máquinas de hacer dinero, recintos que son ciudades en sí mismas, carteles con artistas por los que eres capaz de entregar todo tu dinero, montar un viaje en torno a lo que un festival te ofrece: hotel, descubrir ciudades, su gastronomía... Sin duda un negocio que a pesar de estar en auge, para mi va a reventar si no lo ha hecho ya. Habría mucho que hablar sobre la gestión y la industria musical y festivalera de este país, pero para ello necesito medio periódico y tampoco quiero aburrirlos con mi visión del asunto.

Será un negocio, y estará lleno de cosas que cambiaría y mejoraría, pero para mí merece todo la pena cuando veo una silla de ruedas rodeada de confetti en primera fila frente a un escenario y una chica con dos piernas biónicas bailando como si no hubiera un mañana al ritmazo de los bestiales Sexy Zebras a las tres de la mañana, o niños disfrutando con sus padres del concierto de Arctic Monkeys o ver cómo aún sin haber inclusión real vamos cediendo algo de terreno a personas con discapacidad en los eventos musicales adaptados para que puedan disfrutar o sentir la música a través de los sentidos. La música como medicina que debería estar prescrita médicamente y que la consumiéramos hasta la adicción, porque lejos de enfermar, cura, más allá del negocio y las cifras de asistencia, retorno y cuenta de resultados. Y esto lo digo con la resaca del concierto vivido anoche en el que no dejé de bailar al ritmo de los buenos amigos de Varry Brava y su música hortera.

Quedan muchos conciertos a los que ir, y que disfrutar, queda mucha música por bailar y descubrir, mientras cerramos el año de la vuelta de verdad a la vida sin restricciones. Ya estamos con los ojos en lo que viene, haciendo quinielas sobre los festivales a los que ir, los artistas con giras por confirmar y abonos que comprar. Para entonces espero que hayan enterrado ya a la reina Isabel, y la dejen descansar de una vez a ella y a nosotros.

A ustedes les veo en la primera fila de cualquier concierto, búsquenme rodeada de confeti.

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