Por motivos religiosos - José Luis Vidal Coy

Muchísimo ha llovido desde que Pepe Beúnza fue el primer objetor de conciencia ‘político’ al servicio militar en España, en 1971. Aquello le costó varios años de cárcel además de otros correctivos que soportó por su inequívoco posicionamiento pacifista en el último franquismo. No fue único, aunque sí muy destacado. De Beúnza, cristiano pacifista seguidor de Lanza del Vasto, derivó el numeroso movimiento de insumisos que se negaron a incorporarse a filas, hasta que en su primera presidencia Aznar suprimió la obligación de que los jóvenes desperdiciaran unos cuantos meses para ser malamente adiestrados en el manejo de las armas de unos ejércitos obsoletos.

Curiosamente, el testimonio vital de Beúnza fue precedido por centenas de otros objetores de conciencia por motivos religiosos que, realidad, fueron los primeros: los jóvenes Testigos de Jehová, anteponiendo su fe religiosa a cualquier otra cosa, se negaban a ir al ejército. Fue una doble transgresión, puesto que al rechazo a la milicia se sumaba el que lo hacían basándose en una religión rechazada por la oficialísima católica, apostólica y romana que era bandera y pilar del nacionalcatolicismo franquista.

Hete aquí que aquellos ‘pioneros’ por motivos religiosos están siendo redivivos por los nuevos objetores de conciencia que, con frecuencia creciente, enarbolan el constitucional derecho a la objeción frente al aborto, la eutanasia o ahora la Píldora del Día Después (PDD) por atribuirle erróneamente la interrupción del embarazo. Así resulta que el último movimiento del Colegio de Farmacéuticos de Murcia pide que la objeción a dispensar la PDD quede regulada en la Ley del Aborto por considerarla una práctica abortiva. Cosa que no es cierta: la PDD de las farmacias es un método anticonceptivo de urgencia, y no un instrumento abortivo como sí lo es la otra píldora que se facilita en los hospitales.

El matiz importa, porque este es otro despliegue argumental protagonizado cada vez que se quiere reformar una ley (la del Aborto, en este caso) por los ‘defensores de la libertad’ que, en realidad, lo que hacen es limitarla en la práctica y procurar exactamente lo contrario: un recorte de derechos... de los demás.

Entroncan así los ultradefensores de la libertad individual con aquella primigenia objeción religiosa de los Testigos de Jehová. Pues es difícil desvincular esas objeciones sanitarias de un cierto aliento religioso, auspiciado por las versiones más retrógradas del catolicismo y por foros y cátedras de Bioética cobijadas en instituciones de concordante orientación integrista. Con el concurso político oportunista de Vox, faltaría más. Se trata, en definitiva, de otra batallita que libran los partidarios de políticas iliberales dentro de su guerra cultural contra «leyes progres que tanto daño causan».

En Murcia encuentran en el sector sanitario un caldo de cultivo apropiado, como enseña el único reporte disponible, de 2017, de la gran proporción de ginecólogos (78%) en hospitales públicos que objetaba practicar abortos. Quizá por esto las estadísticas muestran también la escasísima cantidad de interrupciones de embarazos en la sanidad pública murciana y su derivación casi total a clínicas privadas: quien quita la ocasión, quita el peligro. Muchos sanitarios duermen así tranquilos porque ni siquiera tienen que pronunciarse y solo 19 se han declarado objetores en 2022. Ahí tenemos otra ‘utilidad’ de las derivaciones sanitarias: tranquilizar biempensantes.

La presión crece, pues se pretende que se regule en la reformada ley del Aborto la objeción a la PDD. Como si no fuera suficiente el reconocimiento constitucional general del artículo 16.1 y el registro de sanitarios objetores, según la opinión de la parte socialista del Gobierno. Aunque tampoco en esto la sintonía es total con la parte de UP, favorable a la regulación específica siempre y cuando se garantice que las mujeres puedan abortar en hospitales públicos. Cosa esta que no parece que esté ocurriendo en varias Comunidades Autónomas. Entre ellas, Murcia.

Derecho a no matar - Pablo Molina

La participación de los profesionales sanitarios en abortos voluntarios interpela su compromiso deontológico, puesto que los integrantes de las distintas ramas laborales relacionadas con la salud tienen como objetivo preservar la vida; no arrebatarla. A este respecto resulta oportuno señalar que el debate sobre si el embrión tiene vida o no quedó zanjado definitivamente por la ciencia hace ya mucho tiempo y, a día de hoy, nadie discute que el feto, desde el momento de la concepción, es un ser humano con sus 23 pares de cromosomas distintos de sus padres biológicos.

Para salvar la circunstancia evidente de que se trata de asesinar a un ser humano y disfrazar la atrocidad, el argumento de los partidarios del aborto (libre y gratuito, por supuesto) es que se trata de un derecho de la mujer y que, en realidad, matar a un bebé en el seno materno es simplemente un protocolo destinado a mejorar la salud reproductiva de la madre. De esta manera hemos llegado al extremo aberrante de que cuando un bebé de 14 semanas de gestación es asesinado, desmembrado, extraído del útero y depositado en un cubo de residuos biológicos, todos los demócratas debemos felicitarnos porque un derecho constitucional ha sido felizmente ejercitado.

El plazo de 14 semanas de gestación para acabar limpiamente con el niño coincide prácticamente con las conclusiones de los aristotélicos, incluido Santo Tomás, que fijaban el término de ese plazo como el momento en que las almas vegetativa y sensitiva estaban preparadas para recibir lo que ellos llamaban ‘el alma racional’. Así pues, resulta que la izquierda, que rechaza de plano toda intervención metafísica para explicar el origen de la vida humana, ha decidido establecer un sistema de plazos idéntico al fijado por los padres de la Iglesia hace ya ocho siglos. Los podemitas nos han salido tomistas involuntarios, que no se diga que no progresamos.

Así las cosas, el mandato del Gobierno es que los sanitarios que no quieran participar en abortos por una cuestión de conciencia (no necesariamente de inspiración religiosa) han de inscribirse en un registro oficial para tenerlos identificados. La medida tiene su aspecto polémico, puesto que la presencia en esa lista negra podría tener consecuencias no deseadas en la carrera profesional de los inscritos. Ya se verá en su día pero, si nos atenemos a la propia esencia de las profesiones del ámbito de la salud y su mandato deontológico, lo lógico sería que la lista estuviera formada por los médicos que sí quieren hacer abortos. En última instancia, esa circunstancia supone una ruptura de su juramento profesional, mientras que la negativa a matar bebés es solo la consecuencia natural del mandato hipocrático, que prohíbe incluso «administrar abortivos a mujer alguna».

La única virtualidad de este peculiar listado de objetores es que va a permitir acabar con el fraude que supone negarse a practicar abortos en la sanidad pública y llevarlos a cabo, sin embargo, en la privada o concertada. Pero, en todo caso, con lista o sin ella, esa circunstancia no va a impedir que las mujeres de Murcia puedan ejercer su derecho constitucional a asesinar a sus bebés. Esas intervenciones de ‘salud reproductiva’ (sic) se realizan en las clínicas especializadas y se sufragan con fondos públicos, para que a la interesada le salga gratis deshacerse de la criatura, faltaría más.

A la ultraizquierda le encantaría obligar a todos los médicos a practicar abortos en la sanidad pública (como si la concertada no lo fuera también). De momento ha creado una lista de desafectos. Lo otro ya se verá.