La Opinión de Murcia

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Enrique Nieto

Pintando al fresco

Enrique Nieto

Curso nuevo (2)

Hace un par de semanas escribí aquí sobre el comienzo del curso académico. Creo que debemos profundizar algo más en el tema desde la experiencia que me dan tantos años trabajando en la enseñanza, así que comenzaré diciendo que, para nosotros, los años no empiezan en enero, sino en septiembre cuando se inicia el curso. Este arranque es mucho más potente que el de después de la Navidad, cuando la única sensación que se tiene es que la cosa continúa. En cualquier caso, y dedicado a los docentes, jubilados o no, que me estarán escuchando, digo leyendo, voy a escribir aquí la segunda entrega de cómo era un comienzo de curso para un profesor de instituto cuando yo trabajaba, que supongo que tampoco habrá cambiado mucho.

Aunque sí se produce una diferencia notable: ahora no hay exámenes de septiembre, y he de señalar aquí que, en todo el tiempo que estuve en la enseñanza, que fue mucho, era muy raro que un alumno que no sabía mucho en junio supiera más en septiembre. Para los chicos y chicas de un instituto, estudiar en verano era un verdadero martirio, cuando todos sus amigos y amigas estaban mostrando su desarrollo físico en playas y piscinas. Además, para muchos de ellos, el verano era la época de enamorarse, de las salidas en grupo, quizás del primer botellón, del primer…lo que sea. En esas circunstancias y con ese ambiente, imagínense lo que les suponía a unos padres conseguir que el nene o la nena se sentara en su habitación, sudando como un pollo, a estudiar. Y, para ellos, los suspendidos, introducirse en los misterios del estilo directo e indirecto en inglés era algo tan sumamente aburrido (lo comprendo perfectamente, aunque yo haya tratado de enseñarlo toda mi vida) que no había manera de que dieran golpe.

Así que, volviendo a la condición de profesor en septiembre, este era el plan: preparábamos los exámenes, hacíamos las fotocopias, se los poníamos a los nenes y a las nenas, nos los llevábamos a casa, nos encerrábamos a corregirlos, quedándonos a veces patitiesos ante tanto disparate, y aprobábamos a todo el que había hecho al menos algo bien, aunque fuese poco. En cuanto acabábamos de corregir, nos hacíamos la promesa de no volver a dejar para septiembre a ningún alumno/a que supiera para un 3 en junio, puesto que acababas de aprobar a los que habían sacado un 2.5 porque no ibas a aparecer en la reunión de evaluación con los mismos problemas que antes del verano. O más.

Pasado este trago, lo siguiente para un profe era, y es, recoger el horario, tema este que tiene mucha importancia porque ha de marcar tu ritmo de vida durante todo el año. Como también fui jefe de estudios en un instituto, puedo hablar de las dos partes que intervienen en este asunto, la parte contratante, el que hace el horario, y la contratada, el profesor. Hubo una ocasión en mi dilatada carrera en la que me dediqué a fastidiar al director del instituto porque a mí me parecía mal todo lo que hacía. Y se lo decía, sobre todo en los claustros. Así que, un septiembre fui a recoger mi horario y estaba claro que él había dado instrucciones de cómo elaborarlo. Me habían puesto uno de mañana, todo lleno de huecos, o sea que entraba a las 8 y salía a las 14.30 todos los días, y, además, me habían dado un segundo de bachiller nocturno, de 9 a 10 de la noche, cuatro días por semana, incluyendo el viernes. Ustedes imagínense lo que era estar en el mes de enero en tu casa un viernes a las 9 de la noche y tener que irte al instituto a darles clase a un grupo de jóvenes que sencillamente odiaban estar allí, en vez de con sus novias y novios que los esperaban en la puerta. La venganza de aquel director estaba servida, y desde luego que me fastidió mucho, aunque yo seguí dándole caña en los claustros, más si cabe.

Y, al final, como pasa siempre, acabé tomándoles afecto a aquellos alumnos y alumnas, algunos de los cuales ya estaban trabajando y venían al nocturno por esa razón. Nosotros, los profesores, somos así.

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