La Opinión de Murcia

La Opinión de Murcia

Limón&vinagre

Albert Serra: la broma, el nihilismo y la ternera con setas

Albert Serra

Quizás el resumen más acertado de la vida y la carrera de Albert Serra es una frase que pronunció Salvador Dalí hace años: «A fuerza de jugar a ser un genio te acabas convirtiendo en un genio». Hay quien cree que lo es y hay algunos que piensan que es un charlatán. Tiene tantas chanzas acumuladas, ha pronunciado tantas frases solemnes, que se ha convertido, también, en carne de cañón de las imitaciones, que utilizan su insoslayable fonética banyolina de raíz campesina para caricaturizar («¡este es el tema!») a un personaje que, por supuesto, no es solo el hombre público que afirma que los actores profesionales deberían estar encerrados en Guantánamo o que, ante el juicio de la historia, dice que el veredicto a favor de Albert Serra «será mejor que el 99,99% de los nombres que tienes en la cabeza».

Es también el individuo con una formación colosal y heterogénea (es licenciado en Filología Hispánica, conoce como pocos la cultura francesa, es un experto en ajedrez) que ha optado por ser lo que el crítico de arte Eudald Camps calificó como «un dignísimo sucesor de lo que podríamos llamar la antiacademia daliniana».

Con las habituales gafas de sol, muy oscuras, con camisas estrafalarias (de vez en cuando) o con un impecable look de americana negra y camiseta blanca, Serra entiende que la batalla final está entre la broma infinita y el máximo rigor estético. «La idea es burlarse de todo el mundo», pero hacerlo después de haber pasado tres meses revisando sin descanso las más de 540 horas de filmación y de emplear otros siete meses en el montaje de Pacifiction, la última de sus películas, recién estrenada y con la garantía de haber pasado por la sección oficial de Cannes.

Todo en Serra es excesivo, tanto la verborrea que le caracteriza como el rigor que muchas veces pasa desapercibido. En la Documenta de Kassel (2012), por ejemplo, exhibió la performance Los tres cerditos, más de cien horas de filmación a partir de la lectura de textos de Goethe, Fassbinder y Hitler. Hitler, sí, porque Serra opta por épater y se interesa por los dictadores (¡también Stalin!) porque «salieron de la nada y, de alguna manera, subvirtieron el statu quo de forma casi completa». Unos dictadores que le inspiran: «Vengo de la cultura del rock and roll y de su sentido innato de libertad y de despreciar al propio público, como hacen los dictadores».

Albert Serra oscila en la cuerda floja ideológica de quien no tiene ideología («no tengo nada que decir») y que prueba la miel tan sabrosa del nihilismo, dispuesto esa broma que decíamos, convencido de que nadie hace lo que él. ¿Es un provocador? Muchos lo piensan, pero él asegura que no: «Porque los provocadores exageran y yo digo la verdad».

El tuétano de su estética (más allá del trabajo stajanovista, ese «modelo de precisión y de exactitud en el trabajo», que dijo justamente Stalin) se basa en un silogismo y una devoción. En los rodajes debe haber caos, porque la ausencia de caos implica control y el control es aburrido. La consecuencia es la conversión del montaje en religión. «Tengo una metodología muy precisa; dudo que nadie pueda hacerlo mejor en el planeta Tierra».

Rueda y rueda sin parar, con tres cámaras digitales de formato pequeño, y acumula imágenes que después, una vez cribado el material, el puzzle sin forma, acaba convirtiéndose en una película que tenía algo parecido a un guion y algo parecido a unos diálogos pero que se ha transformado en un monstruo que ha nacido de la intuición.

Quizá, como dice Adrià Pujol, Serra «es quien más se ríe del gremio, es decir, lo oxigena». Quizá sea cierto. Y, con todo ello, con vicios y virtudes, aquel niño de Banyoles, de familia campesina («nunca nadie ha leído un libro, en casa»), que de jovencito trabajaba en una fábrica y como albañil, que recibió ayuda inicial de prohombres con afán de mecenazgo lacustre, que piensa que la familia debería abolirse y que nunca descansa («ni a la hora de comer ni de dormir»), ha recibido homenajes del Centro Pompidou y de la Tate Modern y ha sido nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa.

Abomina de la familia, pero en torno a Navidad, cada año, reúne a amigos y conocidos en casa de sus padres para comer el arroz que cocina la abuela que era modista, Francesca Roca, y, según el crítico de cocina Salvador García-Arbós, «la mejor ternera con setas de los últimos 5.780 años». Es lo que tienen los genios, que se funden ante una ternera con setas.

Compartir el artículo

stats